Y ahí, ¿qué comen?
No vayan ustedes a creer que me da por andar husmeando en los haberes ajenos; soy metiche y curiosa, pero buena de respetuosa porque pienso en serio que cada quién gasta sus centavos en lo que quiere, en lo que necesita o en lo que le da su regalada gana. Pero, como fue el caso de la pariente que visité hace unos días y la plática se le fue, como a la “Patita” de Cri-Crí, en quejarse por lo caro que está todo en el mercado, que no me anden preguntando cómo le hago para hacer rendir el presupuesto asignado para los cotidianos, vastos e inaplazables rubros domésticos, porque ahí sí soy capaz de mostrarme cuan pelada soy para externarles mi opinión sobre sus desbalagadas prácticas de consumo.
Que quede bien claro que mis apetitos comestibles, antojos ornamentales, ilusiones indumentarias y requerimientos personales siempre exceden mis ingresos, pero mis buenos años de amarguras monetarias me ha costado dejar de considerar indispensable para vivir todo aquello que no lo es, o lo que puede ser reemplazado por algún económico sucedáneo que realiza la misma función, sin provocarme apuros y sobresaltos, ni abultarme el saldo de una tarjeta que me procure el honor de inscribirme en el buró de crédito.
¿Cuánto crees que me costó esta fibra? Me inquirió espantada cuando, en la confianza que provoca sentarse a tomar café en la mesa de la cocina, mientras ella se daba a la tarea de desempacar lo que acababa de comprar en el supermercado, sustrajo un estropajo bicolor de una de las bolsas que le ayudé a acarrear desde la cajuela de su auto. Ni exagerando le atiné al precio que dijo haber erogado, pero ciertamente ni de loca habría yo desembolsado cuarentaitantos pesos por aquel tallador de trastes que yo compro en paquete, a quince la media docena.
Entre mis sorbos de café y sus quejas documentadas en el larguísimo recibo que le entregaron al liquidar sus compras, de las bolsas fueron saliendo un montón de frascos de diversos tamaños y colores con líquidos para lavar, desmanchar, despercudir y suavizar la ropa blanca, la negra y la de color, respectivamente, seguidos de toda suerte de fluidos detergentes para limpiar azulejos, vidrios, baños y parrillas; ungüentos para zapatos, enseres de aluminio y superficies de cristal o madera. Ante mis incrédulos ojos siguieron desfilando fórmulas líquidas y en polvo para desengrasar, trapear, desinfectar los baños y mantenerlos oliendo a esencias tan selectas, como el “Vainillino cotorro” que les cuelgan a los taxis y camiones.
Casi se había colmado la mesa de artículos diversos y a cual más de prescindibles, pero todavía alcanzaron a caber el champú para ella, el marido, los niños y el perro; pasta de dientes, crema para cara y cuerpo, cera y spray para el pelo, cartuchos para afeitar, una caja de aspirinas y un frasco de antiácidos para atenuarse las agruras que le provoca la limitación de recursos que en el presente no ajustan para nada más, en tanto el santo varón patrocinador no ejercite lo suficiente para aprender a obrar el milagro de la multiplicación de los pesos.
Frente a tal exposición de lo que considero una desmesura, al menos tuve el tacto de no preguntarle qué comen en esa casa, porque me pareció que la bolsa de arroz, la botella de aceite y la caja de galletas que aparecieron en la última bolsa que hurgó, no alcanza para mantener activo al sistema digestivo. Y, pues cada quién, ¿verdad? Pero que al menos no se instalen en la quejumbre y anden buscando a quién endosarle la factura de su desenfreno consumista.