Virtuosismo doméstico
Dentro de lo mucho que no he conseguido entender, ni creo que la vida me conceda tiempos extras para empeñarme en desentrañarlo ni con tandas adicionales de penaltis, es por qué a las mujeres nos da por asumir que el género nos obliga a proyectarnos como el perfecto símil de Marga López, o el más acabado émulo de cualquier otra protagonista heroica y sufridora, de ésas que se deshidratan a pura lágrima y se pandean hasta la ignominia, pero no se quiebran con las adversidades que se consiguen de gratis.
Mucho peor que abnegarse por gusto y sin necesidad, es creerse que la vía doméstica es el único camino para conseguir los más gloriosos merecimientos y resulta francamente insoportable escucharlas publicitar su virtuosismo hogareño cual si contendieran en una competencia, en la que la más sufridora se lleva el trofeo.
Yo misma intenté ser una de esas heroínas del terreno casero, pero como que no me salió como lo indicaban los manuales de la perfecta ama de casa. No sé si agoté mis recursos en los primeros años de matrimonio, o de plano nunca dispuse de ellos para invertirlos en una causa tan perdida. Pronto asumí que, antes de terminar el “quehacer”, éste acabaría conmigo y nunca estuve dispuesta a consagrarme a semejante martirologio que, entre muchos otros inconvenientes, me demandaba renunciar a mi verdadera vocación que siempre ha sido chambear fuera de casa y ganarme mis centavos para ponerle mantequita a esos frijoles que, aseguraba mi marido, no habrían de faltarnos sin ese ingreso adicional.
Rememoré mis ayeres de buenas intenciones pero fallidos intentos de convertirme en una genuina “señora de su casa”, cuando una compañera de trabajo acosada por un catarro constipado me relataba con desaliento que pasaría su fin de semana al pie del lavadero, remojando, tallando, exprimiendo y tendiendo el “garrero” que se le había apilado porque, no obstante contar con una máquina automática de limpieza y una secadora de estreno, ninguna de las dos la relevaban del gusto de restregar la ropa a mano y tenderla al sol, porque dizque huele más bonito.
Nunca he sabido a qué huele el sol, pero con el aroma del suavizante de telas siempre me he dado por complacida, y mucho más con lo que un buen detergente y un blanqueador podían hacer para redimir a mis brillantes palmas de las manos, ajadas por la infame acción de tallar los calcetines percudidos de aquellos hijos que, ignorando el tiempo y esfuerzo de su madre en proveerlos de unas prendas inmaculadamente blancas, en cuanto llegaban de la escuela aventaban los zapatos y danzaban con sus albas calcetas hasta la banqueta de la calle. Y yo ahí, acabándome tiempo, paciencia, espalda y manos en tan infame faena que no servía más que para competir con mis congéneres en aquello del denodado esfuerzo.
Feliz fui cuando resolví renunciar al infructuoso empeño por mantener la blancura de aquellas mudas pedestres que, cuando de plano perdían su albor o se deshilachaban por la acción del cloro que les aplicaba en generosas raciones, podían sustituirse con una docena de nuevos “calcetrapos” adquiridos en el tianguis, a un precio mucho menor que el desgaste de su santa madrecita. No sé si convencí a mi amiga de intentar la renuncia al virtuosismo doméstico, pero tengo la seguridad de que la dejé pensando si vale la pena perderse mejores momentos que pasársela restregando ropa.