"Vida en Nueva York" (Parte VI)
Como en casi todas las bodas, los únicos que van con gusto son los novios y la madre de la novia, los invitados sólo van por la percha. Según estudios realizados por el conglomerado internacional de estudios exóticos sobre los seres terrestres (AYJALE por sus siglas en occitano), el 99.12% de los que agarraron la peor borrachera en las bodas estudiadas no conocía a los novios y repitió la melopea en el 89% de las bodas celebradas en las siguientes treinta semanas, por lo que así como se contrata un wedding planner y a alguien que asesore a los novios en la música y el banquete (y es que resulta evidente que los novios están tan atarantados que se van a casar), se sugiere contraten a un conocedor de parientes, con lo cual sabrán con quién palabran.
En la boda del tío Bernardo con Shirley fue muy fácil porque no conocían a nadie, así que sabían que todos los que estaban ahí eran gorrones (principalmente el que salió más borracho, que salió capeado en basca), aunque aceptaron la circunstancia porque las bodas sin invitados son horribles. Alguien apareció con un mariachi —son tan ruidosos que tan sólo en eventos así los admiten—, el que lo llevó estaba soñando con oír sones abajeños y lo que logró es que los más borrachos de la fiesta secuestraran a los músicos y los hicieran cantar puros boleros de ardidos, hasta que minutos después todos cantaban canciones diferentes sin ningún orden ni concierto. La luna de miel no puedo contarla ya que está narración es clasificación A, esto es para niños y adultos, pero eligieron para pasarla las taquillas de Central Station.
Tenía la mujer un pequeño departamento en el piso 56 del inmenso edificio 158 de la Avenida 55, muy cerca de Broadway, donde fijaron su nidito de amor. Ahí han vivido un matrimonio perfecto: cuarenta años sin un sí ni un no, ella por razones obvias (era muda) y él porque aunque le hubiera dicho algo, ella no entendía ni una palabra de español y él a pesar del tiempo que vivió en la Babel de Hierro nunca aprendió ni una palabra del idioma de Shakespeare.
No necesitaba saber el idioma, ya que era perfectamente conocido en su entorno, el portero del edificio donde vivía lo distinguía como el gordo de los bigotes. Invariablemente desayunaban en el Big Joe’s, donde desde que llegó pedía coffee and donuts y es que era lo único que sabía decir en inglés; como a los quince años de vivir ahí se enfadó del desayuno y preguntó a un vecino cómo se pedía otra cosa: “¿cómo qué?” le peguntó el vecino: “huevos revueltos” dijo el tío; “ah, si quieres huevos revueltos pide scrambled eggs”. Lo anotó para no equivocarse y al día siguiente que llegó a desayunar muy orondo por su nuevo conocimiento pidió scrambled eggs y la mesera le contestó “¿ham or bacon?”. Y como no entendió lo que la mesera le preguntaba, volvió a pedir coffee and donuts. Fue la última vez que intentó cambiar de desayuno.