Ver llover y no mojarse
En estos seis meses de confinamiento observo a la Naturaleza desde mi ventana: por la mañana me asomo al Oriente para ver a lo lejos al Popocatépetl, aunque, en esta temporada, casi siempre está nublado; entonces, veo las frondas de los árboles que las tengo en mis narices, tras las tupidas ramas de la jacaranda resucitada con sus hojas bipinnadas que por la tarde me hablan temblando, pues intuyen que viene la lluvia con un viento premonitorio. Entonces, veo llover y no me mojo.
También considero a la Naturaleza desde la terraza, bajo la sombra de la misma jacaranda, y estando ahí divagando, me doy cuenta que los pájaros que bajaban a la fuente en la primavera y los primeros días del verano han migrado no sé a dónde, pero lo calculo al tanteómetro por su ámbito que, en la Edad Media, significaba la distancia entre los extremos de las alas de los pájaros, así como el territorio que recorría el señor feudal cada año para delimitar su feudo. Estimo que no han volado lejos, pues su ámbito es de 14 cm.
Hace poco cantaban por la mañana y hacían toda una alharaca y, luego que prendía la fuente, bajaban tanteando el terreno para meterse al agua, pisar confiados, sumir la cabeza y papalotear felices de la vida.
¿Habrán migrado a Xochimilco o a Milpa Alta? O a lo mejor se fueron rumbo a Tres Marías, donde hay sembradíos donde pueden encontrar los alimentos que necesitan, ahora que han llegado a la plenitud de su vida.
Le daba vueltas a esto mientras escuchaba la Cuarta Sinfonía de Mahler que, no sé por qué, al oírla me imagino que voy caminando por el campo en medio de la Naturaleza, sobre todo, cuando oigo los cencerros de las vacas que anuncian su paso hasta que se interrumpe esa melodía con el canto del tordo que imita a otros pájaros, como lo que sugiere T.S. Eliot en La tierra baldía:
Si hubiera al menos el rumor del agua,
no la cigarra ni el canto de la hierba seca,
sino rumor de agua sobre la roca
allí donde canta entre los pinos el tordo.
Canta antes de empezar la batalla celeste, cuando retumba en el centro la Tierra y mejor cerramos la ventila y las ventanas para ver llover y no mojarnos. La flauta y su gorgoreo señalan la calma después de la tormenta y las aves sacuden sus alas, como lo hacían en la fuente, antes de irse a volar y nosotros nos plantamos “bien piantados” en el aquí y ahora.
Disfrutamos de la lluvia. La vemos caer desde la ventana o escuchando la música de Mahler que nos lleva por lugares no explorados: el verde paisaje desde la colina una vez que nos hemos alejado del bosque, disfrutando de su esplendor viendo cómo los cúmulos se transformen en cirros sobre nuestra cabeza y dejen así, pasar algunos rayos del sol.
De pronto, una melodía breve, tierna, melancólica, dulce y amable con la que se apacigua el miedo de la artillería celeste, sobre todo cuando estábamos de vacaciones y traíamos la camisa al aire.
Después de un silencio, se repite la breve melodía, esa que nos seduce y que asociamos con uno de aquellos momentos amorosos que hemos tenido -o tenemos-, esperando que suba de tono para que vuelva la esperanza por un futuro mejor.
Sí, al despertar me asomo al Oriente y admiro la majestuosidad del volcán pocas veces visible, pero, cuando está despejado, pienso en Dante perdido a la mitad de su vida cuando de pronto ve la luz en la cumbre de la montaña a la que llega zigzagueando entre los infiernos con Virgilio y, luego, de la mano de Beatriz, asombrado del dardo afilado del fulgor divino.
Y así paso los días: viendo llover sin mojarme, disfrutando de la artillería celeste y del canto del agua en su caída libre.
(malba99@yahoo.com)