Una casa de descanso para Elsie
Elsie tiene 79 años. Heredó a su hija, mi amiga, un don indisputable: la terquedad casi artística por el festín y el jolgorio. En su juventud fue actriz. En un cumpleaños reciente de mi amiga, Elsie tomó el micrófono y declamó unos versos entre tragos de tequila.
Hippie capitalina de los setenta, sibarita en constante exploración, su personalidad -y la de su hija- desborda vitalidad y fuerza histriónica. Uno no alcanza a descifrar si el parecido entre ambas es debido a su conexión o su conexión sólo las hace más parecidas.
Elsie vivía sola en la Ciudad de México y mi amiga en Guadalajara. Hasta que llegó la pandemia. Mi amiga la convenció de mudarse a vivir aquí. Eso implicó la renuncia de Elsie a su casa, sus muebles y pertenencias, la mayoría antigüedades embajadoras de su historia personal.
Llegó a vivir de forma independiente a un pequeño estudio a unas cuadras de donde su hija. Cuando la saludé aún luchaba con el duelo de la renuncia a su casa. Me dijo que lo mejor era estar cerca de su hija -su otro hijo vive fuera del país-. Para lidiar con la ansiedad, me contó aquella vez, meditaba en las mañanas.
Creo que pasaron un par de años. Hace poco mi amiga me contó que buscaba una casa de descanso para Elsie. Un episodio se hizo recurrente: Elsie olvidaba tomar sus pastillas o, distraída, repetía la dosis poco después creyendo que aún no las había tomado. Cuidarla se convirtió en un trabajo demandante y cansado.
Mi amiga investigó y visitó varias casas de descanso -Elsie les tenía pánico en ese momento. No sé por qué evitamos la palabra asilo cuando su etimología alude a un “lugar o templo inviolable”. Significa amparo, protección, refugio.
En esta etapa, las opciones eran valoradas por un asunto mundano: el costo. Hay asilos públicos y privados. Estos últimos tienen precios que van de los 10 a los 50 mil pesos mensuales o más con distintos servicios. Las casas de descanso públicas son más económicas, con buenos servicios, pero es más difícil acceder y el ingreso está condicionado por un estudio socioeconómico.
El asilo de Elsie está en un punto intermedio. Lo pagan de su pensión más lo que aporta su hijo. En una sociedad cada vez más longeva debería haber tantas casas de descanso, en variedad y opciones, como guarderías. No es una mala idea como política pública. La alborada y el ocaso de la vida deberían tener el mismo aprecio.
“La casa de descanso de mi mamá nos salvó la vida a las dos. Hubo juicios y aspavientos ante mi decisión, porque en nuestra cultura las casas de descanso están estigmatizadas, pero estoy segura de que hice lo correcto. Mi mamá vive segura, atendida y cuidada, tiene amigas, toma clases interesantes, se mantiene activa y goza de mucha libertad. Nuestro encuentro de cada semana ya no es tortuoso sino feliz”, relató mi amiga hace poco.
No sólo eso. Elsie tiene un refrigerador en su habitación con una botella de su tequila favorito. Acude a ella sin prejuicios de sus cuidadores y compañeros. La imagino como una casta diva que despliega todo su talento en el escenario durante el último protagónico de su vida. Los fines de semana aparece en fotos, sonriente, al lado de su hija, en comidas y brindis. No me cabe duda. Ambas han sido muy valientes y merecen toda la felicidad. ️
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