Un visitante inesperado
Dicen, con toda la gelatinosa solidez que suele atribuirse a dicha fuente, que los humanos pescamos una fobia generalmente derivada de la fatídica experiencia que hayamos tenido con el objeto o sujeto que provoca nuestra aversión. Así, encontramos personas con las más disímbolas repulsiones, pescadas en algún momento que ni siquiera recuerdan, pero que les ensombrece el panorama en cuanto se topan con lo que se las provoca.
Solo tengo dos hijos, y cada cual cuenta con una acendrada e irredenta animosidad que les hace extraviarse de sus cabales en grado superlativo, y no hay manera de que se recompongan hasta que alguien más (léase su estoica madre) se haga cargo de conjurar el peligro que pone en serio riesgo su cordura. Con tal antecedente, no es difícil adivinar que un día me convertí en asesina de cucarachas y mariposas negras, y he seguido ejerciendo como tal hasta hoy, que mis ya no tan tiernos retoños han remontado los cuarenta, en una vida ensombrecida con la eventual aparición de semejantes monstruos. No diré que tales bichos me caen en gracia, y también me provocan un desagradable repelús, pero ciertamente insuficiente para paralizarme e impedirme enfrentarlos armada con una escoba o una buena chancla.
No diré que tales bichos me caen en gracia, y también me provocan un desagradable repelús, paero ciertamente insuficiente para paralizarme e impedirme enfrentarlos
Hasta que cierto y fortuito día, el descubrimiento de una bolsa de pan de caja, artísticamente mordisqueada, como aparecen los trozos de queso en las caricaturas, me sugirió la presencia de una inopinada visita que me obligó a encarar mi única y mayor fobia, mejor definida como una rata de cuatro patas que adoptó mi cocina como temporal residencia, e hizo huir despavorida mi proverbial valentía redentora.
Frente a tal coyuntura que me puso a punto de experimentar la quinta transformación, cuando ni siquiera he comenzado a vislumbrar la cuarta, expresé mi ferviente deseo de que apareciera el Chapulín Colorado para defenderme, pero tan loca fantasía desapareció en cuanto se manifestó la presencia de Hortensia y Grizabela, mis dos felpudas compañeras que, con su felina agilidad, sin duda me relevarían de echar mano de mi vacuna torpeza, para salvar el inminente percance de vérmelas con el aborrecido roedor.
...No me quedó más que acogerme a la siempre solícita y valerosa colaboración de mi asistente doméstica, para recomponer el equilibrio perdido durante la semana
Cuando las induje a enfrentar a su ancestral enemigo, la ronrroneante cachaza de ambas sirvió para testimoniar su buena alimentación y dejar en claro que ninguna necesidad tenían de cazar a su presa para sobrevivir; es más, ni medio reparo les provocó percatarse de que la asquerosa criatura llevaba algunos días merendándose sus croquetas. De modo que no me quedó más que acogerme a la siempre solícita y valerosa colaboración de mi asistente doméstica, para recomponer el equilibrio perdido durante la semana que renuncié a mi celebrado oficio de cocinera, con tal de esquivar el muy probable ataque de aquel ente que hasta el sueño me voló por un buen tiempo, nomás de imaginar que me saltaba encima.
Empero, como canta Rubén Blades, “sorpresas te da la vida” porque, tan esperanzada como estaba en que mi auxiliar me salvara del trance, me desoló observar que resultó 10 veces más gallina que yo para tales operativos y que sus gritos despavoridos solo consiguieron espantar a mis gatas que salieron huyendo de la cocina, igualito que yo que, por pura cobardía, argüí un nimio pretexto para regresar hasta que juzgué que la zacapela había terminado. Así fue que mi apuesto príncipe ocurrió en mi auxilio, para convertir una pala en su refulgente espada, y rematar tan enojoso asunto.