Un país desbordado por las violencias
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) dio a conocer recientemente los datos oficiales sobre la mortalidad en nuestro país. En ello destaca la cifra definitiva sobre defunciones por lesiones intencionales (homicidio doloso), las cuales ascienden a 32 mil 223 víctimas, cifra apenas comparable con la del año 2017, cuando en la administración pasada el país ya se consideraba un infierno.
Es cierto que se trata de la menor cifra de esta administración, pero debe subrayarse que estamos en el periodo más violento desde al menos el año de 1990. Y para ponerla en perspectiva, la cifra del 2022 es 363% superior a la registrada en el año 2007, cuando el registro fue de 8 mil 867 víctimas de homicidio intencional. Igualmente, si se compara con la mejor cifra de la administración 2012-2018, la cual se registró en 2014, la diferencia absoluta es de 12,213 víctimas, y en términos relativos, es 61% mayor.
Este dato es preocupante y doloroso a la vez, más aún si se entiende en el contexto de violencia social generalizada en que nos encontramos. Desde esa perspectiva, se hace necesario pensar una vez más en las responsabilidades y competencias asignadas en la investigación y persecución del delito. Porque hoy todo se confunde y permite evasiones y argumentos fáciles para evitar la responsabilidad política que se tiene ante la violencia y la delincuencia.
Hoy se tienen a la mayor corporación policíaca federal de nuestra historia. Pero su incidencia en la reducción de la criminalidad y la violencia está resultando marginal. Se permite incluso la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública, y el escenario, lejos de mejorar, incorpora cada vez más elementos de terror y amenazas a la población.
Aunque es difícil realizar una lista exhaustiva del conjunto de atrocidades que se ven todos los días en el país, es importante nombrarlas, a fin de evitar su invisibilidad, pero, sobre todo, hacer un llamado a que las autoridades, de todos los niveles, construyan lo que es necesario y urgente para detenerlas. En efecto, el terror tiene nombres cada vez más siniestros: extorsión, quema de viviendas, cobro de piso, robo en vía pública o transporte público, robos a particulares en carreteras, quema y destrucción de negocios, secuestro, desaparición forzada, lesiones dolosas, violación y el resto de los delitos sexuales; y en el ámbito de la vida privada, los feminicidios, la violencia familiar, el incumplimiento de responsabilidades familiares y el conjunto de delitos que atentan contra las familias.
Como se observa, si la violencia homicida un indicador síntesis de las condiciones generales del país, esta no debe llevarnos a perder de vista que en realidad debe hablarse en plural, de violencias, pues son múltiples y todas ellas con rostros horrendos.
Podrá decirse que todo esto ha ocurrido desde hace mucho tiempo; y es cierto; pero la diferencia hoy es que se comente en una escala masiva, nunca antes imaginada, y que ha llenado de temor, angustia y llanto a prácticamente todos los municipios del país. En efecto, no hay una entidad de la república que no tenga una tasa delictiva superior a la de los países con sociedades pacíficas y en los que se ha conseguido construir un estricto apego a la legalidad y una intolerancia social generalizada a la corrupción y a la violencia.
No hay evidencia respecto de que la reducción en el número de homicidios registrados en el último año sea producto de la estrategia que se sigue en materia de seguridad pública. Y antes bien, pareciera que se debe a reacomodos y a formas de intervención de los grupos delincuenciales, que en cualquier momento pudiera llevarnos a una nueva escalada que definitivamente nadie puede querer.
Vivir en un país en llamas es poco deseable; y por sentido común, puede pensarse que esto es insostenible en el largo plazo. Pero en lo social y en todo lo relativo a lo humano, lo que importa es el aquí y el ahora.