Un juez votado
Desde la semana pasada, los tribunales federales han estado cerrados debido al cese de actividades de los trabajadores del Poder Judicial de la Federación con motivo de la iniciativa para reformar al citado Poder impulsada por el presidente López Obrador, situación que ha generado una parálisis semiabsoluta en la impartición de justicia a nivel nacional.
Dicha reforma plantea la elección por voto directo de jueces, magistrados y ministros de tribunales federales y, posteriormente, la aplicación del mismo sistema a nivel local, cuestión que ha sido duramente criticada tanto a nivel local por todas las barras y colegios de abogados, así como por un número significativo de instituciones extranjeras, que van desde el Senado de Estados Unidos hasta la organización Human Rights Watch, sin que exista al día de hoy una sola organización internacional que se manifieste en favor de la misma. Incluso a nivel doméstico, nadie, fuera de Morena y sus rémoras, ha tenido a bien apoyarla abiertamente.
Dicha reforma constituye una insensatez desde cualquier punto de vista, pero dejemos de lado por un momento lo abominable que sería la reforma propuesta para nuestro sistema de impartición de justicia y enfoquemos nuestra atención en lo más mundano de la misma: la logística que implican las propias elecciones de los jueces.
Para entender la complejidad que implica la elección por voto directo, tomemos el ejemplo de Jalisco, en donde al acudir a la casilla en las pasadas elecciones del mes de junio, cada uno de nosotros recibió seis boletas: Tres federales y tres locales.
En caso de votar por los jueces, recibiríamos (aparte de las mismas 6) 132 boletas para juzgadores federales y 269 boletas para locales (asumiendo que votaríamos por todos los de Jalisco), lo que implicaría que cada uno recibiría 401 boletas que nos serían entregadas por 401 funcionarios de casilla diferentes, y una vez marcado el candidato de nuestra elección en cada una de ellas, depositarlas en 401 urnas diferentes. Lo anterior, claro está, también implica que todos recordemos el nombre de cada uno de los candidatos con los que empatizamos, pues si son 401 puestos a ocupar y suponiendo que fueran cinco candidatos por cada juzgado, serían dos mil 005 candidatos.
Ante lo absurdo de tal número, debemos recordar que habrá de revisarse por parte de la autoridad electoral que cada uno de ellos cumpla con los requisitos formales de elegibilidad y sean solventes moralmente; además, los dos mil 005 candidatos habrían de dar a conocer sus propuestas o características que los hacen la persona indicada para ocupar el puesto al que aspiran, publicidad que, de acuerdo con la propuesta de nuestro aún presidente, se pretende darles tiempo en radio y televisión por parte del Instituto Electoral para que los candidatos se puedan dar a conocer entre los electores.
Recordar las propuestas de cada uno de ellos exigiría del electorado un ejercicio de memoria nunca antes visto por la humanidad. Si no conocemos los nombres de nuestros vecinos, ahora imagínese la prodigiosa capacidad que nos demandaría filtrar entre dos mil 005 candidatos las propuestas de aquellos 401 que nos parezcan mejores, recordando el día de la elección su nombre y el juzgado por el que se postularon.
En menudo predicamento nos encontraremos si nuestra memoria tiene la menor de las fallas ese día. Imagínese que se nos hace bolas el engrudo y buscamos en la boleta para ocupar el cargo de magistrado del Segundo Tribunal Colegiado en Materia Administrativa aquel postulante que tanto nos cautivó y resulta que su candidatura es para ocupar el cargo de juez de paz de San Francisco del Chiflón. ¿Ahora por quién votamos?