Un debate
Ayer escuché una discusión interesante afuera de una presentación. ¿Por qué sucede esto, es decir, que un debate se dé mejor en el pasillo que en la mesa del evento? Misterio. Quizá porque una mesa le confiere a quien está sentado detrás una especie de aura que el asistente no sabe cómo eludir. O quizá porque el asistente que repeló en el fondo era sensato y más que causar un incidente, quería respuestas. En fin. Como los argumentos son más fáciles de exponer si no hay asuntos personales de por medio (porque, aceptémoslo, en el fondo todos nos dejamos llevar por simpatías y antipatías privadas y nuestras discusiones públicas no escapan a ello), me reservaré el nombre del escritor interpelado. Y el del interpelador me lo guardo porque no lo conozco. Baste decir que es un joven que cursa un posgrado en literatura y anda de visita por acá (así se identificó). Yo estaba allí de metiche, la verdad, porque ni presenté el libro ni estuve durante la mayor parte del evento, porque andaba en otro, pero quería saludar al escritor de marras.
La cosa se puso ruda desde el inicio. El escritor firmaba ejemplares del volumen presentado cuando el joven se le acercó. “Oye, no me gustó lo que dijiste al final sobre los académicos que dan clases en vez de escribir”. Eso dijo el chavo, tímido. El escritor entregó el libro que autografiaba al peticionario (y le sonrió), antes de responder. “Pues eso creo, mano. Lo siento. Creo que mucha gente que estudia quería escribir y en vez de eso acabó dando clases”. El muchacho no se achicopaló. “Pues la mayoría de los que compran tus libros somos los que estudiamos y damos clases de literatura”. El escritor, viejo lobo, volvió a sonreír. “Uy, mano, pues al menos mis libros no. Mis libros los lee gente normalita, gente que se quiere entretener”. El interpelador ya estaba furibundo. “Pues yo no escribo pero sí sé de literatura y prefiero que alguien que sepa dé clases a que las des tú”. El escritor, al que ya le andaba por echarse un tequila, la palmeó la espalda. “Por eso no doy clases, mano. Nomás dime una cosa. ¿A los quince años tú querías ser escritor o querías ser maestro de literatura?”. El chavo se caló los lentes y, sin responder, se dio media vuelta y se fue. Las preguntas quedaron en el aire. El tequila estaba bueno, por cierto.