Triste remembranza del dos de octubre
A mí no se me ocurrió, pues las remembranzas colectivas de gente que ya no se frecuenta no suelen acabar bien.
La convocatoria fue el mero día dos en una cantina: “La Fuente”, conocida de todos y donde nos habíamos reunido para hablar de lo mismo hace más de cuatro décadas.
El hecho de ser martes dificultaba disponer de la tarde para hablar de “aquellos tiempos y hechos”, pero haríamos el esfuerzo.
Según el convocante seríamos más de una docena que tal vez podría volver a conectarse a partir de la reunión, aunque nuestras vidas hayan sido diferentes.
“Caray, aquellos días pudimos haber acabado mal”, dijo quien nos había llamado a cada uno, al percibir mi reticencia. “Bueno, dije finalmente, ahí estaré a las tres y no haré ningún otro compromiso después…”
“Bien, agregó mi interlocutor, tu eres muy importante”. Pensé que eso les habría dicho a todos, pues no había razón alguna para que mi presencia tuviera un valor adicional a la de los otros, de quienes solamente tenía referencias muy vagas desde la última reunión, en 1973.
Desde la mañana del “Día D” hice memoria de aquellos acontecimientos del año 68. No propiamente del día dos en Tlatelolco porque había venido a celebrar el cumple de mi hermano la noche anterior y, cuando la masacre se produjo estaba apenas preparando mi regreso en el camión de la noche. Pero, eso sí, estuve en muchas otras manifestaciones y represiones…
Llegué puntual a la cita y, ¡claro!, no había nadie. Pensaba ya en irme cuando apareció el convocante con un par de invitados, y pronto llegaron más, pero solo hasta siete…
Escanciados los primeros caballitos y habilitados los primeros alimentos, después de ir al mingitorio y saludar un par de parroquianos ajenos al grupo, contemplé con calma la mesa. Era un cónclave patético: calvos, encorvados, arrugados, anteojos de todos tipos…
Alguien, cuyo nombre nunca recordé, rompió el hielo que se produjo al terminarse los saludos.
“¡Carajo! Parece mentira que hayan pasado 40 años…” “CINCUENTA”, corregí en voz alta. “¡Carajo, tienes razón!” Dijo con voz de terror y no volvió a pronunciar palabra alguna hasta que se despidió, diciendo “¡Carajo!, ojalá nos veamos pronto…”
Alguien trató de animar la plática señalando que el sacrificio de quienes ya no estaban, cuyos nombres tratamos de recordar, no había sido en vano y que después sobrevinieron cambios benéficos en el país. “En efecto”, espetó de repente alguien que, miraba azorado y casi no dijo nada más: “luego vinieron Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y, cuando parecía que podía levantar cabeza el ideario por el que luchamos, vino Peña y acabó de echarlo todo a perder. Yo más bien creo que todo fue en vano”.
Surgieron algunos intentos de convencer de que no era así, pero fueron infructuosos. Este servidor antes de las seis ya estaba en su casa haciendo un intento de escribir este artículo.