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Tierra de discordia

Si nos ponemos a buscar la Tierra Santa en el mapa, nos encontramos que es una pequeña franja medio triangular, donde inicia o concluye la península arábiga, rodeada o acosada por Egipto, Jordania, Palestina, y Líbano, y al noroeste el mar Mediterráneo. El 60 % de su territorio sigue siendo desierto y buena parte de la tierra cultivable es más fruto de la tecnología que de la naturaleza. 

El área total del Estado de Israel es de 22 mil 142 km2, unos 470 km de largo y apenas 135 km de ancho en su punto más amplio. El Estado mexicano de Tabasco tiene una superficie de 25 mil 267 km2. El río Jordán corre por la mayor parte de su territorio, con una longitud de 251 kilómetros, y un volumen de 16 metros cúbicos por segundo. El río Usumacinta que desemboca en Tabasco tiene mil kilómetros de longitud y un volumen de 900 metros cúbicos por segundo.

Para quienes viajen desde los desiertos de Libia y Egipto, o desde Arabia o Irak, esa pequeña franja acaba pareciendo un paraíso, pero no lo es. En cambio, siempre ha sido un puente descansado entre África y Asia, entre el célebre y proverbial Imperio Egipcio, y los poderosos reinos de Mesopotamia, y por lo mismo una eterna manzana de la discordia, tal y como ha ocurrido con Afganistán, una tierra pobre y llana, pero el único puente posible entre las riquezas de la India y el Imperio Persa.

A los hebreos procedentes del desierto, liberados de aquella añorada vida de ollas de carne con cebolla, y pan fabricado con el delicioso trigo egipcio, les gustó esa franja de tierra semiárida, que producía racimos de uvas generosas, sólo que había un problema, ya estaba ocupada por “gentes que parecían gigantes”. Si nos atenemos a los datos bíblicos, de ahí para acá comenzó esa intermitente historia de luchas violentas por conquistar, retener, reconquistar, ocupar y volver a conquistar esos 22 mil 145 kilómetros de tierra, quitársela a quien ya la tenía, perderla a manos de otros más poderosos, llámense asirios o romanos, volverla a retomar para de nuevo perderla a manos de las hordas musulmanas; y quien piense que una vez ocupada la Tierra Santa por el Islam, llegó por fin la paz a la tierra de promisión, se equivoca, aún entre los reinos del profeta, la Tierra Santa seguirá jalonada por Bagdad, el Cairo o Estambul, hasta venir a quedar bajo “protección” británica.

La reinstalación de Israel en Tierra Santa, después de la Segunda Guerra Mundial y el genocidio judío, tampoco ha traído la paz, sino la continuación de la guerra intermitente, alimentada una y otra vez por todos. Esos momentos de profunda vivencia de la fe, anhelados por judíos, cristianos y musulmanes, ocurren sólo por temporadas más o menos breves, en el contexto general de la historia de esta tierra. El Muro de las Lamentaciones, los santos lugares cristianos, y la Mezquita de la Roca semejan valiosos tesoros que flotan en el naufragio periódico de la concordia y el entendimiento, nadie parece dispuesto a aceptar la vocación universalista de la Tierra Santa, y así, queriendo cada parte quedarse con todo, no hacen sino romper en jirones lo que debieran ver como un regalo de Dios para el mundo. Han llegado ya los tiempos de la Pascua, pero paradójicamente, no para la “Tierra Santa”.

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