Taylor Swift y Vladimir Putin: Entre la realidad y el engaño
El arte de contar una historia, ya sea ficticia o verídica, ha cautivado a la humanidad a lo largo de los siglos. Las narrativas, presentes en novelas, guiones cinematográficos, cuentos y diversas formas de expresión, han tejido la compleja trama de nuestras vidas, convirtiéndose en el deleite de conversaciones cotidianas. Las buenas historias poseen la magia de parecer auténticas, entrelazando reflexiones y emociones que las dotan de una comprensión más profunda. En su discurso de ingreso a la Academia Colombiana de la Lengua, el escritor Juan Gabriel Vásquez subrayó recientemente, con acierto, que la invención de la novela moderna es un hito no sólo en la historia literaria, sino en la conquista de valores fundamentales en nuestras sociedades. Uno de esos valores es la libertad para narrar historias y la capacidad de leerlas y escucharlas.
Nuestra existencia está impregnada de relatos, algunos, incluso adquieren el carácter de sagrados. Por ende, quienes buscan influir en la sociedad recurren frecuentemente a crear historias como una poderosa herramienta para transmitir mensajes. Desde las historias compactas de los anuncios comerciales hasta los sutiles mensajes subliminales en películas, y, por supuesto, la maquinaria de la mercadotecnia política que produce anuncios, libros y argumentos para persuadir a las personas. No obstante, para no caer en la ingenuidad, es esencial discernir entre las historias ficticias y las reales. La línea que las separa se desdibuja cuando se crea intencionalmente una narrativa falsa con el propósito de engañar y presentarla como verdadera, con la intención de obtener una ventaja. A lo largo de la historia, muchos han intentado controlar comunidades difundiendo relatos con el fin de engañar, aprovechando nuestra fascinación por las historias reales y nuestra propensión a llenar los vacíos de conocimiento con narrativas sobre lo desconocido, cuando nuestra luz racional se apaga.
Esta reflexión surge al contemplar dos eventos recientes ampliamente difundidos por los medios de comunicación. El primero narra la fascinante historia de Taylor Swift, quien, según se rumorea, mantiene un romance con el jugador de fútbol americano Travis Kelce, convirtiéndose en el foco de atención durante el juego de campeonato. Sin embargo, más allá del romance, ha surgido una narrativa falsa que los acusa de participar en un acuerdo secreto para respaldar las aspiraciones políticas del Presidente Biden, alimentando teorías de conspiración sobre el llamado “estado profundo”. Esta falsa narrativa se propaga peligrosamente como verdad entre los adversarios políticos, influyendo en comunidades y llevando a millones de personas a creer en su veracidad, generando una indignación basada en mentiras.
La segunda historia implica al presidente ruso Vladimir Putin, quien ha presentado su versión de la historia de Rusia en una entrevista con Tucker Carlson. Putin busca influir en la política interna de los Estados Unidos al reclamar derechos sobre Ucrania y propone, por esa vía, mecanismos de negociación. Ambas narrativas, carentes de fundamento, son peligrosas no solo por las afirmaciones falsas en sí, sino también por el uso que los manipuladores de redes sociales hacen de ellas para crear versiones distorsionadas presentadas como verdaderas, propagándose como el fuego en la pradera avivado por el fuerte viento de la tecnología, que penetra rápidamente en la mente de millones.
La pregunta que surge es cuál es el antídoto racional contra estas historias falsas, la desinformación y la saturación de contenidos superficiales que se difunden con profusión en las redes. Los expertos sugieren ser más selectivos en las historias que consumimos, pero esto se vuelve difícil en un mundo donde estamos conectados a narrativas que se entrelazan con nuestras conversaciones y fuentes de información. Algo habrá que hacer, como señala Ross Douthat en un artículo sobre el dilema entre lo cristiano y el espíritu del progreso de Fausto, para dominar la tecnología digital antes de que ella nos domine a nosotros, antes de que desaparezcamos, no fusionados con la tecnología, sino sumergidos fatalmente en el abrazo de las historias malintencionadas de lo virtual. Y si eso es peligroso en un entorno de libertades democráticas, lo es aún más en las autocracias, siempre propensas a imponer la historia desde una sola perspectiva.
Hace siglos, los griegos crearon una mitología maravillosa que cimentó nuestra civilización. Hoy, nos sumergimos en la mitología de la fragmentación superficial, que las mentes aviesas aprovechan para manipularnos. Mientras los antiguos creían que los dioses vivían entre nosotros, las teorías conspirativas contemporáneas buscan imponer realidades alternas y verdades únicas para satisfacer intereses extremistas. Las historias de Taylor Swift y Vladimir Putin en la semana son ejemplos de una larga lucha por discernir entre la realidad y las narrativas ficticias que amenazan con desdibujar la línea entre la verdad y la manipulación.
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