Ideas

Sucesión rectoral, crisis cultural y humanismo

Ahora que todo parece indicar que ha comenzado, por lo menos de manera informal, el proceso de sucesión rectoral en nuestra Universidad de Guadalajara, comparto una modesta reflexión. Lo hago sin otra autoridad que la de ser un miembro más de esta extensa, dinámica y plural comunidad compuesta por cientos de miles de estudiantes, profesores y trabajadores, así como por numerosas generaciones de orgullosos egresados de alguna de las Preparatorias, Escuelas, Facultades o Centros Universitarios de la Universidad.

Pareciera que la pregunta fundamental que muchos nos hacemos es quién será el siguiente rector: “¿Quién va a ser?, ¿Tú quién crees que sea?”. Mucho se especula en los medios físicos y digitales. No debemos olvidar que aún no se conforma en su totalidad el siguiente Consejo General Universitario que tendrá la alta responsabilidad de elegir al sucesor del Dr. Ricardo Villanueva. Y no hay, todavía, candidatos formales al cargo, aunque ya se vislumbran, por las recientes notas en diversas publicaciones periódicas, algunos posibles aspirantes. Es emocionante, ciertamente, pensar en el nombre del sucesor. Pero no sólo es decisivo quién ocupará el cargo sino cuál será su proyecto de universidad, su ideario educativo, sus políticas y propuestas. Los nombres que se han mencionado en los medios son, todos ellos, los de universitarios que tienen una larga experiencia y trayectoria, tanto docente e investigadora como administrativa y directiva. Qué bueno, pues es muestra de que hay mucho talento en nuestra institución. Hay precandidatos que provienen de las más diversas áreas del conocimiento y trayectorias laborales. Quizás sea miopía o soberbia, pero tengo para mí que, hechas las sumas y las restas, la Universidad genera y sigue generando algunos de los mejores cuadros profesionales, liderazgos cívicos y académicos de nuestro estado.

Si el proyecto científico-educativo es bueno, el nombre del sucesor será lo de menos. Este proyecto podría centrarse, entre otros, en el difícil problema de conciliar la calidad académica con la demanda social de cobertura y ampliación de la matrícula. Desafío mayúsculo que, sin embargo, como comunidad creativa y vigorosa que somos, seguramente podremos confrontar con inteligencia e imaginación. La Universidad ha ampliado sus espacios de manera decisiva: hay ahora cobertura total para los aspirantes al bachillerato. Pero, naturalmente, se vuelve más desafiante cuidar el rigor y la calidad docente en una institución tan grande. Son los problemas típicos de la masificación.

Hace poco tuve la oportunidad de presenciar dos actos de celebración de los cincuenta años de egresados de dos generaciones, la 1969-1974 de ingeniería química y la 1970-1975 de químico farmacobiólogo. Ambos eventos tuvieron lugar en la Biblioteca Iberoamericana “Octavio Paz”, el recinto donde nació la Universidad en 1792 y se refundó en 1925. El sentimiento de afecto, agradecimiento y aprecio que tienen estos egresados por nuestra Universidad es admirable y contagioso. Ambas generaciones se han mantenido unidas a lo largo de las décadas y no han dejado de mantener contacto con algunos de sus antiguos profesores. Exudaban orgullo, satisfacción y vitalidad. Mi respeto y admiración por ellos. Algo en lo que no dejaban de insistir es que sus clases, laboratorios y profesores eran siempre de la más alta calidad. Ese factor fue determinante para su posterior éxito profesional y personal.

Hoy es más difícil captar la atención del estudiante: los celulares, las llamadas “redes sociales” y, en general, el declive de la cultura literaria y escrita y la hegemonía de lo audiovisual hacen cada vez más desafiante la tarea de mantener interesados a nuestros estudiantes en el aula de clases y convencerlos de la importancia de la lectura. Tenemos el reto de persuadirlos de que una vida dedicada al estudio es la mejor forma de vida. Ese desafío será no sólo del próximo rector (o rectora) sino el de todos los universitarios. En épocas de crisis cultural y social, defender el proyecto civilizatorio de una educación ilustrada tiene mayor urgencia y sentido. El sexenio que termina, marcado por una terrible pandemia global, nos deja como tarea, entre otras, recuperar la centralidad de las interacciones cara a cara, de los formatos presenciales y los materiales físicos (pienso, desde luego, en los libros y revistas de papel). No se trata tan sólo de una apelación nostálgica: se ha comprobado en varios estudios las ventajas de la lectura en papel por sobre la lectura en pantalla, así como la superioridad cognitiva de la escritura a mano. Y nada sustituye al encuentro dialógico y la oralidad que el aula permite. Debemos no combatir la tecnología sino establecer un balance creativo entre lo viejo y lo nuevo. Así entiendo los llamados del rector Villanueva a desplegar un humanismo moral para combatir los excesos y efectos no deseados de la tecnología y el Internet. Seguir profundizando en ese humanismo ilustrado (que incluye la promoción de las disciplinas humanísticas, como la literatura, la historia o la filosofía) es nuestra tarea universitaria colectiva por delante. Las bondades de la tecnología son numerosas, pero quién podría negar a estas alturas del desarrollo histórico que la moderna sociedad tecnológica fomenta en los individuos una profunda pasividad y, también, una cierta apatía. El consumo excesivo de tecnologías digitales, además, fomenta problemas psicológicos diversos. Desarrollemos en nuestros estudiantes el entusiasmo por el estudio, la investigación y el debate tolerante y razonado.

La educación es una actividad y, como tal, requiere disciplina, dinamismo y un gran esfuerzo intelectual personal. La pasividad de contemplar una pantalla de celular es antitética al carácter activo de la búsqueda del conocimiento. Los profesores y libros siempre serán nuestra mejor guía para abrirnos paso por los laberintos del conocimiento. Creo, a pesar de que no pocos han declarado la muerte de la figura del maestro en favor de máquinas docentes artificiales y del autoaprendizaje, que el carisma, vitalidad y pasión de un gran maestro es, sencillamente, insustituible. Conversemos públicamente no sólo sobre los perfiles de los posibles sucesores a la rectoría, sino también sobre cómo reconstruir el humanismo y persuadir a los estudiantes de salirse un poco de las redes y la Internet para internarse más en los libros y las bibliotecas.

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