Ideas

Sí se pudo, y bien

Este año la FIL no fue la misma, dicen algunos. Este año los ojos con los que la vimos tampoco fueron los mismos, afirman otros (con timidez). Las miradas que ponemos en la Feria pueden ser prejuiciosas pues tenemos una idea, prácticamente acabada, de lo que la FIL debe ser; en la mente de quienes la procuramos hay una idealización que nace de lo que le conocemos y con la que debe coincidir cada año para que podamos afirmar satisfechos, ante su recinto: es la FIL. Pero en esta edición, la 35, también acarreábamos expectativas: que representara el umbral de entrada a una normalidad pretérita, ya casi extinta, a la posibilidad de reinstaurarla. Más de tres décadas la Feria Internacional del Libro ha sido parte de la ciudad, de la vida en Guadalajara.

Es tal la importancia de la Feria para la capital de Jalisco (para México, pero evitemos las hipérboles), que el gobernador Enrique Alfaro en el furor (bueno, ni tan furor, pero es un vocablo estupendo) de su desencuentro-enfrentamiento-lucha-pleito con el grupo dominante de la Universidad de Guadalajara (germen, soporte y fertilizante de la FIL) no pudo sino encomiarla y desearle ventura en su estancia anual en la Perla de Occidente. Y en el caso de la Feria, ese nosotros gana una dimensión de comunidad, no unívoca, no acrítica: comunidad que encuentra en ella un lugar para orear las diversas inclinaciones de toda índole, con un eje que las articula: el libro, en plural, y lo que de él mana: saciar el gusto por leer y el gusto por aparentar que se lee o se ha leído, el ansia por ser visto en la vecindad de escritores, escritoras, de políticos, de acomedidos (y acomedidas) famosos o por nomás tener un punto de fuga que año con año nos es común. Hagamos cuentas: 35 años es una generación, luego entonces: no son pocas, pocos quienes tienen una historia vital que se relaciona con la FIL; es una fiesta por el gozo simple y eterno de saberse una, uno, entre otras, entre otros, y al mismo tiempo es el placer individual que produce la intuición de lo que los libros contienen especialmente, en secreto, para cada cual, y que en el caso de la Feria comparten lectores, no lectores y falsarios (también lectoras, no lectoras y falsarias).

Lo anterior podría ser antesala para el clásico: a pesar de todo lo pasado, no pasa nada, con el que solemos poner un velo por sobre lo que evidentemente no es lo que fue y queremos que no se note, para esperar que el tiempo (que es una de las maneras de nombrar al azar) se encargue de que al menos no hablemos de lo que terminó de ser porque lo perdimos, porque nos lo quitaron, porque lo estropeamos. En este caso, el de la FIL, sí pasó mucho desde la previa (la del año anterior ni la contemos); una pandemia, una crisis económica global que resienten intensamente los hacedores de libros, de los autores a los editores y distribuidores, asimismo las instancias que patrocinan a la Feria; pasa una muda en el vehículo de lo que llamamos libro, las páginas y las tapas y las cubiertas y las guardas tienden a convertirse en electrones, espejismo que hace dudar a una industria que en dos décadas cumplirá seiscientos años; pasa un populismo vulgar y dinerero que con sus acciones pone a la cultura que no controla en calidad de prescindible; pasa que hay intentos personalizar lo que pertenece a la sociedad, para desmontarlo (la FIL, el INE, los Derechos Humanos, el patrimonio natural, la libertad)  personalización que hacen no por un cálculo inteligente, para proponer progreso, sino para ahorrar la inevitable reflexión sobre lo complejo; pasa, además, que quizá es necesario relevar los ojos que miran todo esto así, desde una historia y los anhelos, tal vez demodé, anclados a ella.

De este modo, con las taras de quien asume los sesgos que su observación tiene, qué decir de la primera FIL postpandemia. La facilidad para llegar a su sede; las increíbles posibilidades de cruzar la avenida Mariano Otero sin arriesgar el pellejo (casi), de comprar el boleto de entrada “en línea”, de estacionarse en la Expo (ni Nostradamus lo vaticinó), de recorrer pasillos amplios sin empujones ni gritos como sonido ambiental. Pero también con las editoriales “grandes” empequeñecidas; con el área internacional más como el vacío espacio interoceánico que como poblada tierra firme; sin las televisoras que transmitían a la vista de todos y ponían en la atmósfera el toque de importancia que no venía mal, aunque en verdad no fuera importante.

La mezcla de lo anterior, lo nuevo-bueno, lo nuevo-malo y lo inusitado, no necesariamente apunta a una declinación o a un cambio indeseado, más bien, y lo que sigue es nomás aventurar una de las sensaciones que la Feria número treinta y cinco me impuso, fue una amalgama que exhibió dignidad. La Universidad de Guadalajara, el gobierno de Jalisco, el de Guadalajara, el de Zapopan, el de Perú, las editoriales, los autores, comentaristas, panelistas, presentadores, los patrocinadores, la Expo, los medios de comunicación, cada uno y cada una de las colaboradoras, el público, empeñados en que FIL sucediera, por hacer negocio, como declaración política, por el puro gusto o por la suma de motivaciones ajenas al dinero y a la política: las culturales y las del mero placer de habitar momentáneamente una plaza llena de gente. El llamado de Guadalajara para congregar una comunidad que dura diez días y queda en suspenso otros 355, valió la pena. La FIL no fue la misma, tampoco nosotros; por eso fue la FIL, la de siempre, por eso sucede con nosotros.

El señor es muy burlesco y va a lucir que la consulta que le entregaron está hecha por fifís, y que vayamos a freír espárragos con ella.

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