Si recordar fuera prevenir
Tres crisis económicas están inscritas en nuestra memoria: la devaluación de la moneda en 1976, la Silla del Águila era ocupada entonces por Luis Echeverría; la de la deuda externa en 1982, con José López Portillo en el papel estelar de la trágica comedia de enredos e incapacidad; y la bancaria de 1994, que sucedió mientras del potro salvaje que de repente puede ser México se bajaba el jinete Salinas de Gortari y se montaba, tímidamente, Ernesto Zedillo.
La denominación de cada una de esas crisis es de Alicia Girón, economista de la UNAM. Simplificada la historia de este modo, podemos también recordar que luego de la de 1976 sucedió una reforma política importante, con indulto para muchos presos políticos (sin que esto fuera suficiente para que el Estado mexicano se redimiera de las décadas de represión que ejerció, y no pocas de las prácticas de la guerra sucia se mantuvieron). La de 1982 quebró la buena avenencia entre los grandes empresarios y el gobierno; de los primeros surgió un líder opositor que un tiempo después contribuyó a empinar al PRI, Manuel Clouthier, algunos de los organismos de la iniciativa privada comenzaron a ser públicamente críticos de los regímenes en turno y la sociedad civil terminó por emerger con una voz audible y con impactos públicos de su intervención; una de las secuelas político-económicas de esa crisis fue la autonomía del Banco de México, se concretó en abril de 1994, meses antes de que la otra gran crisis arrancara con su devastador ciclo, en medio de ella nacieron las comisiones de derechos humanos, el organismo autónomo para conducir las elecciones, se afinaron las leyes de transparencia y se colocaron las últimas piedras del camino para “sacar al PRI de Los Pinos”.
¿Lo anterior significa que hay una causa-efecto? Crisis económica, reformas políticas y sociales. Hay coincidencias temporales, pero consideremos que el trance político cuenta los picos de sus crisis en paralelo, pensemos en 1968, además de las sexenales, apuradas por el autoritarismo, por intereses que sólo tienen que ver con la ambición personal y con la disputa por el poder. Aunque las crisis económicas así enlistadas parezcan distantes una de otra, podríamos considerarlas una sola, continuada, digamos de 1976 al año 2000, atravesadas por un personaje que en teatro se le llama pivote: la corrupción; el pivote literario no está directamente relacionado con el conflicto central, sin embargo, tiene correspondencia con todos los personajes y puede provocar un giro inesperado en la historia. Una paradoja: al menos en dos ocasiones de manera destacada la corrupción ha sido mencionada como crisis a la escala de las económicas: en 1982 fue lema de campaña de quien sucedió a López Portillo, Miguel de la Madrid, y en 2018 fue el estandarte de Andrés Manuel López Obrador. Estas crisis morales en algunos momentos desembocaron en cambios legales y en multitud de condenas y maldiciones, sólo discursivas, la de 2018 tuvo efectos electorales; no obstante, el personaje pivote aún permanece en el escenario, fortalecido, a despecho del cambio de guión, de protagonistas y de antagonistas.
Con todo y las crisis económicas hemos tenido periodos de fortuna (uno extenso y ubérrimo, el que tuvo que ver con la riqueza petrolera) pero sólo han beneficiado a unos cuantos. Los sucesivos gobiernos no se aplicaron para aprovechar el momento económico para ser eficientes y eficaces; dilapidaron el erario, hicieron, hacen, nomás según las manías del caudillo y según la cantidad de dinero que encuentren en el cajón, siempre de la mano del personaje pivote.
El politólogo Alberto Vergara, peruano, en su libro Repúblicas defraudadas (2023), cuenta: “en el siglo XXI los latinoamericanos tenemos con qué estar decepcionados: el neoliberalismo hizo poco contra la desigualdad, la izquierda hizo poco por la prosperidad, mientras la incertidumbre y la convivencia social se han precarizado bajo el estruendo de la violencia y la corrupción, sin que derecha ni izquierda puedan reclamar con justicia haberlo hecho significativamente mejor una que otra. Y todo este desperdicio -habrá que repetirlo- ocurrió en un contexto de bonanza económica para gran parte de la región, que no volverá pronto.”
Desperdicio. Tal cual. De dinero, de recursos naturales, de capital social y político. Desperdicio. Y por lo que toca a México: destrucción de la institucionalidad que en medio del desperdicio sí pudimos construir; devastación de la república en medio de una bonanza empleada para el reparto de dinero en efectivo, para cimentar clientelas, no ciudadanos, y proyectos para satisfacción personal del mandatario. Así los jinetes del apocalipsis nacional galopan a placer en el hipódromo que regentea la corrupción: desigualdad, injusticia, pobreza, autoritarismo, imperio del crimen, impunidad, indolencia ante los temas medioambientales. “Nos hemos quedado sin mapas”, afirma Vergara en la obra citada, y continúa: “Pero lo importante es poner de relieve y detectar que compartimos [los latinoamericanos] la sensación de injusticia y que podemos partir de ahí para revertirla.”
No está mal, podemos pensar, pero, en nuestro país, ¿compartimos la sensación de injusticia? No. De ahí que a unos asombre que el presidente y su partido gocen de un aprecio tan alto, y que a otros les sorprenda que los opositores de López Obrador no vean las bondades de su régimen. Unos ven la pérdida de control de grandes territorios a favor de grupos criminales, otros minimizan la alarma; unos observan la inmutabilidad de la estructura económica, social y política que explica la pobreza y la desigualdad, otros juran que al fin la Revolución les hace justicia. Unos juzgan, en palabras del autor referido, “Que los hábitos entre clientela y caudillo son difíciles de eliminar”, otros se sienten habitantes de una república democrática plena. En fin, unos afirman que la circunstancia actual es grave, los otros ríen… ojalá que para encontrar una noción compartida de república, de democracia, de libertad, de igualdad y justicia, no tengamos que esperar a que nos aborde una crisis económica mayúscula, porque la política, y de su mano la social, se intensifica.
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