Si Diógenes no hubiera muerto
Hace 24 siglos un hombre se negó a definirse por su origen, o como parte de una religión, tampoco por su estirpe o clase social a la que pertenecía, sino que respondió diciendo que era cuidado del mundo. La anécdota atribuida a Diógenes ha dado pie a muchas interpretaciones, que se pueden resumir en que la humanidad que compartimos es una razón moral de la política y el derecho, y que importa mucho más que en las marcas de origen local, el estatus, la clase, el género que nos dividen.
Es una de las semillas a partir de la cual germinó la idea de una comunidad global a cual se han referido Kant, Rousseau y muchos otros pensadores que consideran que hay un atributo que nos iguala como parte de ella. La dignidad de la persona expresada en derechos es ese atributo igualador, que evolucionó bajo el cristianismo y la modernidad y que en el siglo XX la humanidad luego de los horrores de la guerra intentó hacerlo valer mediante instrumentos políticos y jurídicos expresados en el concepto de los derechos humanos. Esa es la idea fuerza que está detrás de las Naciones Unidas, de la democracia liberal participativa y de las instituciones internacionales de justicia.
El ideal igualitario de los griegos, pasado por el tamiz de la tradición judeocristiana ha llegado a nuestros días y se ha convertido en una multiplicidad de normas locales, nacionales e internacionales dirigidas aparentemente a lograr el cometido de asegurar esa dignidad. Sin embargo, en las últimas décadas, el avance sustantivo ha sido escaso. Efectivamente hay más declaraciones, pero menos efectividad, en parte porque se pretende que esa tradición de la dignidad sea jerárquica, es decir que poder sea quien determine el alcance de lo que es y en lo que consiste esa dignidad, cuando lo esencial es precisamente lo contrario: es decir, que el poder tenga como límite infranqueable el respeto a la dignidad humana en cualquier circunstancia.
Viene al caso el tema porque ayer 10 diciembre se conmemoró el día de los Derechos Humanos, por lo que es ocasión para ver el tema con perspectiva:
Desde la Cumbre Mundial de la ONU de 2005, cuando más de 150 naciones adoptaron unánimemente, como principio universal el concepto de “responsabilidad de proteger” a las poblaciones contra el genocidio y otros crímenes atroces masivos, todos los años desde 2006, el informe anual Libertad en el Mundo de Freedom House ha revelado que cada vez más países empeoran, y ahora el mundo vive una guerra atroz e innumerables acciones represivas.
También el Índice de Democracia más reciente de The Economist muestra un declive constante cada año desde 2015. Y el último Índice Mundial del Estado de Derecho del World Justice Project concluye que dos tercios de los países analizados han perdido puntuación en “derechos fundamentales” desde 2015. La emergencia de las autocracias en China, Rusia y muchas naciones de Asia y África ponen de manifiesto que aquel ideal del ciudadano del mundo está aún muy lejano.
El caso de México es singular porque venimos de una transición a la democracia que amplió la vigencia de los derechos y estamos consolidando nuestro sistema de protección, en medio de una explosión de violencia y corrosión en el desempeño de los asuntos públicos. Los avances son sustanciales respecto a mediados del siglo pasado pero marginales en los últimos veinte años. El reto de fortalecer la eficiencia del Estado de derecho es quizá el mayor desafío institucional para México en los años por venir. Hacer de este tema un eje de la discusión pública contribuye a mejorar la conciencia de que el límite de cualquier poder está en el respeto a los derechos fundamentales.
Diógenes se burlaba de la nobleza de nacimiento y de la fama y de todos los otros timbres honoríficos, diciendo que eran adornos externos del vicio, y que sólo hay un gobierno justo, el del universo. Si volviera a la vida se retorcería reclamándonos por lo que hemos hecho en dos mil cuatrocientos años dejando de lado ese orden universal que manda someter al poder para tratarnos a todos como iguales.
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