Registro estatal de grupos políticos
El juego político entre las y los políticos, con cargo o sin él, con poder legítimo o nomás fáctico, parece ineluctable, es decir: ni modo, así son las cosas, qué le vamos a hacer. Aceptado el axioma, lo consecuente es asentir que los grupos que detentan el poder político se repartan el tablero según la fuerza que cada cual supone poseer y de acuerdo con la que sus contrapartes le otorguen. Planteado de este modo, el poder de los jugadores tiene mucho de simbólico, subsisten porque unos y otros se sienten y se dicen poderosos (las y los ciudadanos no contamos, se cuelan en nuestro imaginario y no ponemos en duda su existencia); aunque, es verdad, detentan poder del que produce efectos, indirectos en la calidad de vida de la población y directos en sus rivales: les estrechan el acceso a contratos; los llevan a tener menos “allegados” en las nóminas que se pagan con el erario; les infligen persecuciones judiciales a modo o persecuciones extrajudiciales; merman su influencia entre los legisladores y los impartidores de justicia; los atacan en los medios y en redes sociales; los destierran de la arena pública; practican lo que la creatividad de un poderoso puede añadir para que se note que es eso, poderoso. Cada cual tiene su oportunidad, no se aniquilan, se anulan temporalmente. La fuerza así empleada llega a configurar delitos, pero una de las certezas que mueve a los poderosos es la de su impunidad, si no ¿para qué es el poder?
En el entendido de que nos plegamos a la fatalidad de esto, es entendible que asumamos acríticamente el que grupos políticos reserven cotos para su usufructo, en los tres Poderes, en organismos autónomos, en municipios. Grupos como el de la universidad pública, el que lidera el gobernador en turno, el atraído en torno al alcalde que descuella o el de cierto magistrado carismático, el de algún dirigente de sindicato y dos o tres partidos. Terminamos por naturalizar que los temas que nos atañen, en tanto sociedad e individuos, les “pertenezcan” y cada cual marcará el derrotero del que reclama en propiedad, no para mejorar la calidad del servicio que recibamos o para incrementar, por ejemplo, la salud de los jaliscienses, sino para fijar el rumbo político de la materia; al consentir este estado de cosas, congeniamos con que el fin último del reparto de poder es que los bandos conserven para sus objetivos el que haya conquistado. Entonces, la salud, la educación, la seguridad, el desarrollo urbano, el medio ambiente, la justicia o la cultura son pretextos, asideros del grupo al poder.
Hacernos cargo de lo anterior tendría que provocar una especie de ahogo, sujetos de un régimen que para servirse mejor estrecha continuamente el confinamiento. Ante las crisis que nos azuelan, y aunque no las hubiera, ya debíamos tener claro que no basta la satisfacción de las élites políticas con su juego y comenzar a columbrar que la meta de la política no es únicamente la rebatinga organizada por los grupos para retener su dominio, sino que el uso de éste produzca beneficios para las personas, y en el corto plazo, ni los pobres, los enfermos, las y los excluidos, las y los desaparecidos, ni los violentados, mujeres y hombres, pueden esperar más y es inmoral sugerir que se avengan a los imperativos de la idea pedestre de política a la que se allanan tantos de los profesionales de ésta.
Pensemos en un suceso actual: la defenestración del magistrado Covarrubias por los señalamientos, más bien avistamientos de acoso sexual a una niña. Enunciarlo produce enojo, y pasmo: un impartidor de justicia al que sus pulsiones perversas llevan al delito (lo sabemos, falta probarlo judicialmente), a olvidar lo que presuntamente estudió (aquí sí tenemos licencia para prescindir de la presunción, sus actos son muestra de que no aprovechó las lecturas, tampoco las lecciones académicas). Pero, y el grupo que sació su cuota en el juego ya descrito, el que lo promovió en 2017 a la magistratura ¿no rendirá cuentas? Igual los demás que tiran los dados en el tablero que torna patrimonio privado lo que es público ¿no son cómplices? ¿Y el Congreso, que evaluó su perfil y sus méritos? Lo que hoy abisma al magistrado no es una actitud nueva en él.
Los potentes jugadores de la política, amos de vidas y territorios, no van a rendir sus plazas mañana, o la semana que entra, y no es sencillo que momentáneas recriminaciones éticas los hagan cambiar, por un periodo aún ignoto conservarán sus cuotas (unas que de ninguna manera merecen). Como vía de escape corresponde sacarlos de los trascendidos y exigirles que expliciten el por qué de su decisión al impulsar a alguien, y hacerles saber que si su postulado obtiene el cargo, el que sea, tendrán consecuencias punitivas directas si resulta inepto, impreparado, delincuente, corrupto. No necesitamos idear castigos, el argumento es sólo una guía para reflexionar sobre la acción de los grupos políticos y cómo, apenas sin darnos cuenta, dispusimos todo para contiendan y se beneficien a nuestra costa. En el caso de algunos nombramientos está documentado, gracias a universidades locales y al CPS del Sistema Anticorrupción, que a escala de evaluación de conocimientos y de currículum, varios de las y los que el Congreso eligió no eran los mejores. Ni los diputados menos los grupos detrás de los ungidos sintieron necesidad de explicar su determinación, y cuando falla, fallará -es otra fatalidad-, la sociedad corre con el costo y el presunto aparece como si ningún grupo lo hubiera bendecido jamás, por más que a hurtadillas, mustios, traten de “cobijarlo”. Ningún grupúsculo rimbombantemente político representa una mínima parte de la inteligencia, la capacidad, probidad y honestidad que, en Jalisco, en el país, existen; pero si apuntamos esto se escudan en que la política es el arte último que nomás ellos entienden y así, los demás son lo de menos.
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