Recuerdo todo lo de allá
Cada 10 de febrero se me mueve el tapete y tal como decía Olga, una de las tres hermanas Prozórov, ‘recuerdo todo lo de allá...’. Este día es el santo de mi madre, Mina de Alba y ese mismo día en 1933 se casó en la Villa de Chapala con el del ‘ojo azul chisporroteante’, como le decía a José Luis Casillas, el de Tepa, a quien conoció saliendo del ‘mar Chapálico’ y con quien se enamoró, como debe ser, a primera vista.
“Diez de febrero del 33, día de mi santo”, concluía mi madre su relato después de contarnos su vida desde que era soltera y vivía con Cova, su madre, en Chapala las dos solas: la abuela enferma (murió en octubre de ese año), y ella, con la ilusión de casarse.
El amor, que todo lo puede, hizo que se apersonara el de Tepa para casarse y se fueran a vivir a la Ciudad de México donde vivían sus primas hermanas de mi madre que adoraba, como a mi tía Luisita Palomino; además, ahí vivía su padre, Guillermo de Alba y su hermana, la tía Esther, casada con Alberto J. Pani, Secretario de Hacienda. Allá empezó una nueva vida. Vivía cerca de Reforma, a la vuelta del Ángel, disfrutando de su nueva vida, el clima y sus tres hijos que tuvo.
“Nadie creía que me iba a casar. Cuando me preguntaban, les decía que ahora sí, que ya mero, y ¿tú crees?, ochenta meros y nada. Un día, por fin, recibí una carta del novio. ¡Bendita carta que me salvó la vida! Me salí del Hotel Nido de Chapala y me fui corriendo a la playa para leerla. De tanto leerla me la sabía de memoria: “Querida Minita”, así empezaba la carta, con esa letra tan masculina, gorda, con rasgos tan suyos, donde me decía que por fin tenía trabajo en la Ciudad de México y, aunque no era lo que esperaba, consideraba oportuno proponerme matrimonio si estaba dispuesta a compartir un cuarto redondo. Y yo pensaba: cuarto redondo o cuadrado con tal de pasar juntos los inviernos y acercarle por las noches de frío, el piecito inocente, como me pasó en un invierno, cuando vivíamos en México, con el Ángel en las narices. Yo, feliz, nada de calcetines, no, nada, sólo le acercaba el piecito inocente y luego, luego, me subía un rubor como de paloma”.
Así era esta parte del relato que brillaba como brilló su amor durante toda su vida. Pero, como bien sabemos, la Fortuna nunca llega con las manos llenas y, en 1952, mi padre decidió que nos fuéramos a vivir a Guadalajara, pues cerca de Atequiza había comprado un rancho de 50 hectáreas de riego y feliz, había dejado de trabajar en Pemex, sin considerar la grieta que se le hizo a mi madre por dejar la Ciudad de México donde fue tan feliz, para instalarse en la nostalgia.
De joven no me pude dar cuenta qué tan grave había sido esa nostalgia hasta que vi Las tres hermanas de Chejov, en donde el general Prozórov había dejado Moscú para irse a vivir con su familia a la capital de una provincia de Rusia. Fui conectando el dolor y la añoranza de las hermanas Prozórov por Moscú, como mi madre por la Ciudad de México, y de esa manera se empezó a gestar una catarsis mayor con la que pude sanar esa herida.
Olga, la mayor, dice al inicio de la obra:
“Me parecía que no iba a poder soportar tanto dolor... Bien me acuerdo que, en ese tiempo en Moscú, no hacía tanto frío y todo florece, bañado por el sol. Han pasado 11 años, pero recuerdo todo lo de allá, como si nos hubiéramos ido ayer...”.
Así, pues, con esa obra pude llegar hasta el fondo de la nostalgia de mi madre como nunca antes lo había experimentado y, con esa catarsis, colmé la grieta, desahogando todo eso que estaba agazapado en el fondo de mi alma.