Qué pena con las y los extraterrestres
Hay un 1% del 1% de la población terrestre que detenta la mayor parte de la riqueza que el mundo produce (las cifras no son exactas, como símbolo son precisas). Y al emplear el vocablo mundo queda implícito, esperamos, que esa riqueza se crea por todo lo que el planeta contiene, animado e inanimado, presente y pasado; la gente, toda, y la naturaleza de las que indiscriminadamente disponemos para elevar cada vez más, para lustre de pocos, el nivel de productividad, que a su vez se refleja en forma de opulencia para 70 millones de individuos de entre siete mil millones que somos; tesoros personales que son el destilado de poner a hervir los recursos naturales que estén al alcance junto con el trabajo y el bienestar de los seres humanos que sean necesarios. Así sucede el milagro de la acumulación de capital, al que el profesor de antropología David Harvey (The enigma of capital, 2011) confiere esa misión, una sola: acumularse; si algo se opone a su flujo avasallante (léase el término de forma literal) o simplemente se atraviesa en su discurrir, por ejemplo, analiza Harvey, las relaciones con la naturaleza o las sociales, la reproducción de la vida cotidiana y de las especies o los procesos de producción y trabajo, se presenta una crisis (la que para el 99% restante es, la que sea, costumbrismo puro) cuya intensidad dependerá de qué tan arduo resulte para el capital sortear el obstáculo; ineluctable circular para gloria de los que pueden, y la metáfora es muy reciente, mirar a sus congéneres desde la frontera de la Tierra con el espacio exterior.
Turismo espacial que puede calificarse según la cara del prisma que se prefiera: triunfo para la ciencia; muestra de lo que el talento bien presupuestado, merced a que tiene las riendas del capital y las llaves del erario, es capaz; prueba de lo que la tenacidad empresarial obtiene; un pequeño salto para los potentados y un ensanchamiento brutal de la brecha de desigualdad. Repetir los nombres de quienes tuvieron costales de dinero para comprar su boleto es congeniar con el espejismo. Sin embargo, no podemos despreciar lo que entraña la “hazaña” en tanto retrato de la sociedad planetaria que hemos conformado: sobre un trampolín magnífico un cohete apunta al cenit, debajo de él, para hacer posible el despegue (y todo lo previo que fue necesario crear, armar y calcular), están lo demás y los demás, todo, soportando al imaginario trampolín que una vez apretado el botón de despegue, como reacción física al empuje ascendente de la nave, se doblará hacia abajo, sin romperse, y comprimirá al todo, o mejor dicho: lo exprimirá, por lo que a cambio recibirá fotografías de sujetos felices y frases sobadas: vi de la Tierra su circunferencia, belleza y fragilidad, que al cabo no es tanta: tan sólidos el planeta y quienes lo pueblan que el trampolín podrá seguir exprimiéndolos cada que una cartera abultada quiera divertirse en las afueras del mundo, es decir, siempre y cuando se mantenga el modelo acumulación selectiva-crisis-acumulación selectiva-crisis.
No se trata de frenar o desestimar a los científicos ni a su saber (lejos de querer emular al ya casi clásico Mandarín de la Austeridad); sus logros son emocionantes y estimulantes, de la medicina a la informática y hasta la exploración espacial; no obstante, casi sin darnos cuenta pasamos de la conquista intelectual a celebrar la insultante desigualdad exhibida por los turistas espaciales, similar a la que resaltan los que, si confiamos en Yuval Noah Harari (Homo Deus, 2017), buscan vías para extender la duración de sus vidas. Los primeros pasos para explorar un refugio cósmico para cuando hayamos conseguido que la Tierra cese de ser propicia para la vida, al menos para la nuestra; como si desde ahora estuvieran diciéndonos: ahí se ven (nos saludan al coronavirus), y nosotros, llorosos, sacáramos pañuelos blancos para decirles no sólo adiós sino gracias.
David Harvey afirma: “Una alternativa deberá ser encontrada. Y es aquí donde el emerger de un movimiento global co-revolucionario se vuelve crítico, no sólo para frenar la marea del comportamiento autodestructivo del capitalismo (…) sino para reorganizarnos y comenzar a construir nuevas formas organizacionales colectivas (…) tecnologías y sistemas de producción y consumo nuevos”, etc. Si la descripción “autodestructivo” luce exagerada, digna de un comunista embozado, Harvey adorna el capítulo “Afterword” con un epígrafe cortesía de uno de los unoporcientenses emblemático, Warren Buffett: “Está bien, hay una lucha de clases, pero es la mía, la de los ricos, la que la hace y vamos ganando”. En tanto que uno de los muchachos buenos y simpáticos del sistema, el economista Jeffrey Sachs, prefiere el gradualismo (El fin de la pobreza, 2006): “Como sociedad global, deberíamos asegurarnos de que las reglas internacionales del juego de la gestión económica no colocan -voluntaria o involuntariamente- trampas en los peldaños más bajos de la escalera, en forma de una ayuda al desarrollo inadecuada, barreras comerciales proteccionistas, prácticas financieras mundiales desestabilizadoras, normas sociales sobre la propiedad intelectual mal ideadas y otras actuaciones similares, que impiden que el mundo de rentas bajas suba los peldaños de la escalera del desarrollo.” Dijimos gradualismo, más bien luce como la receta para que el dedo suministre atole más fácilmente; leída con cuidado, los ingredientes que enlista no cambian, sólo añade colorantes artificiales para pintar los escalones inferiores de la escalinata, hace de lado lo que cada vez es más evidente, que “las reglas del juego de la gestión económica” entrañan autodestrucción. (Dispensémoslo, su libro es de hace quince años).
Pero mientras devanamos entre la gran distancia que hay entre la injusticia cotidiana y la justicia anhelada, y mientras la revolución pacífica se vuelve posible, podríamos preguntar ¿qué es lo celebrable del turismo espacial? Algo hay, pero seguramente no quienes se montaron en los juguetes.