¿Qué pasa en la frontera?
Millones de personas han sufrido el desarraigo forzado por la violencia y la pobreza. La pandemia y la recesión que le siguió golpearon a América Latina con más fuerza que a casi cualquier otra parte del mundo, sumiendo a millones de personas en el hambre. El desempleo alcanzó su nivel más alto en dos décadas en muchas naciones de Sudamérica. La invasión rusa de Ucrania bloqueó un conducto clave para el transporte de cereales y fertilizantes, provocando una escalada de los precios de los alimentos. La violencia también contribuyó a nutrir a los grupos de personas decididas a emigrar. Además, llegaron personas de África y Asia para intentar ingresar al sueño americano.
Es inevitable que la migración suceda; lo realmente asombroso es que la nación más rica del mundo no se haya preparado material, institucional y políticamente para el crecimiento del flujo. El sistema migratorio con su burocracia en aquella nación está quebrado, tal y como lo reconocen los propios políticos del país vecino; y mientras no haya un cambio regulatorio eficaz, el problema solo sigue creciendo con el impulso del tradicional racismo de los grupos más conservadores.
El viernes pasado se desató gran expectación en la frontera: expiró la vigencia de una norma de la era Trump que permitía expulsar inmediatamente a quienes cruzaban la línea, bajo la justificación de la emergencia sanitaria provocada por el COVID-19. Es decir, que no podían pedir asilo, cosa que podrían, hipotéticamente, hacer ahora, pero el Presidente Biden optó por imponer excepciones que hacen que la situación sea realmente parecida. No será fácil cumplir los requisitos y si el proceso funciona como se pretende, muchos seguirán siendo deportados con relativa rapidez.
Pero los grandes flujos que se acumulan en el norte de México podrían desbordar el sistema del otro lado de la frontera y causar muchos problemas del lado mexicano. De hecho, han comenzado, desde hace meses, a manifestar la inconformidad de las comunidades de las ciudades fronterizas.
A partir del viernes, muchas personas, especialmente familias y niños, podrían ser liberadas en Estados Unidos con un aviso para comparecer ante un juez de inmigración. Y eso ha desatado no sólo la desinformación sino alentado al tráfico de personas.
Al mismo tiempo, México, de hecho, se ha convertido en una especie de destino involuntario de la migración y cada vez más personas se integran a la vida en las comunidades fronterizas y en las grandes ciudades ante la dificultad de llegar a Estados Unidos.
La migración es un hecho que exige que las naciones respeten los derechos de las personas migrantes. Las regulaciones actuales permiten que muchos de los migrantes se conviertan en una especie de subciudadanos sujetos a abusos y explotación. Y lo mismo sucede en Estados Unidos como en México. Calificar a una persona como ilegal es uno de los actos de discriminación, segregación y ataque a la dignidad más deleznables que pueda hacer una nación.
Lo que pasa en la frontera es un capítulo más de una historia de injusticias que debe terminar mediante un nuevo sistema migratorio en ambas naciones. Uno que deje de tener carácter policial de restricciones a la libertad, para dar paso a uno ordenado, que garantice la dignidad de todos los que toman la difícil decisión de emigrar. Es una muestra de lo mal que lo hemos hecho en ambos lados de la frontera. Las cárceles migratorias, llamadas eufemísticamente con el nombre que se quiera, deben ser suprimidas para dar paso a mecanismos eficientes de identificación que eviten la clandestinidad provocada por la regulación, que a su vez favorece el tráfico de personas.
Es comprensible el componente político del problema, pero es injustificable que se diriman estos intereses sobre el sufrimiento de cientos de miles de personas. Las fotos y videos de las familias desesperadas muestran que el tema adquiere poco a poco grado de crisis humanitaria. Es indigno que se les muestre en esas condiciones y que esas imágenes sean parte de campañas políticas.
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