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Para evaluar el sexenio que termina mañana, se hace indispensable retirar toda la increíble y enmarañada maleza que lo ha cubierto, tanto por parte de sus opositores como por parte de sus admiradores, pero, sobre todo, retirar toda la maleza con la que el propio presidente se empeñó en cubrirse de principio a fin.

Es como si López Obrador tuviera dos perfiles muy distintos y aún opuestos en su misma persona, y que solamente se pueden apreciar si se toma distancia, si nos movemos en torno para descubrir que es una sola persona la que ha estado ahí, pero que resulta muy difícil de conocer. Ya a fines de su periodo todavía no sabemos con claridad qué es lo que realmente piensa, pero ni siquiera qué es lo que realmente hizo.

Mantenerse en el poder teniendo en contra a buena parte de los magnates del país y a sus aliados, es decir, a los grandes medios de comunicación y a un reconocido sector de la llamada “inteligencia mexicana”, ya es de por sí un logro que se debería analizar. También es cierto que, si estos poderosos oponentes le hubiesen podido dar un golpe de Estado, la situación del país sería todavía más desastrosa que la que dejaron Echeverría, López Portillo y Zedillo.

Extrañamente, López Obrador ha sido mejor contador que ellos, sabía muy bien que los votos no se pesan, se cuentan, y sabía también de dónde y cómo atraerlos, y lo hizo tan exitosamente que hasta el final conservó un índice de aprobación incomparable con ningún otro presidente en los últimos sesenta años.

¿Compró esa masiva adhesión? Sin duda conoció a fondo el pensamiento de Mariano Otero y lo puso en práctica de tal manera que no solo se convirtió en un gran benefactor, sino que evitó estallidos sociales como efecto de las nuevas crisis económicas que, agravadas por la pandemia, han sacudido al mundo. No es que la gente no supiera que las ayudas que recibía venían de los impuestos, lo que también sabía es que los gobiernos anteriores no se las habían dado.

Y más allá del lado blanco y del lado negro, un hombre de abuelo español con una conciencia histórica penosamente anacrónica y maniquea, un maestro del discurso coloquial, dicharachero, en extremo “echador”, un genio de la provocación verbal y valentona, que por supuesto no tragaba lumbre, con la capacidad de hacerse simpático con quienes quería y odioso con aquellos con los que deseaba serlo, de tal modo que a unos y a otros los manejó de principio a fin a gusto y disgusto.

Para poder realizar tantas y tan intrincadas “suertes” a lomos del brioso caballo mexicano, se necesita mucho más que inteligencia o mera astucia, también para dejar el valor del dólar al mismo precio que lo recibió, algo que no había ocurrido de Zedillo a Peña Nieto.

Hombre temperamental y caprichoso, habría convertido los grandes errores de sus antecesores en soluciones efectivas si hubiese comprendido lo que significa el valor del equilibrio y la justa corrección. Pero, siendo a la vez tesonero, visionario y voluntarioso, varias de sus iniciativas tienen un futuro positivo de alcances todavía incalculables.

Incapaz de admitir sus límites o acaso sus inevitables acuerdos, deja al país tan hundido en la delincuencia como lo recibió o tal vez peor; su gobierno estará marcado por el peso de esa terrible maldición que afecta a muchos líderes: destruir con su mano izquierda los prodigios que logran con la derecha. Son miles y miles de personas con familiares desaparecidos o asesinados en este imperio de la impunidad que padecemos desde hace muchísimos años, pero que cada sexenio se agrava más. El recurso retórico de echar la culpa a los anteriores no le exculpa, mucho menos aferrarse a negar la realidad tal y como lo ha hecho todo el tiempo, oscureciendo así sus notables aciertos.

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