Por no dejar
El domingo anterior, Mario Vargas Llosa en su columna “Piedra de Toque”, hospedada también en este diario, tuvo surtido rico de certezas fulminantes: “que el liberalismo sea lo que nos salve de la dictadura del marxismo y nos ayude a progresar” (te lo pedimos Señor); “América Latina pasa por uno de sus periodos más difíciles y amenaza con tocar el fondo de la ruina” (eso no te lo pedimos, Señor); y si se necesitan señales de la inminente ruina: “los peruanos con el Presidente analfabeto que se les ocurrió elegir para que nos gobierne a lo largo de cinco años.” (Qué bárbaros esos peruanos, Señor); Buenos Aires “la ciudad más literaria que conozco después de París” (por qué nos hiciste en otras ciudades, Señor); Borges y Bioy Casares “esas glorias locales que la gente recuerda y no les permiten morir” (Borges y Bioy “glorias locales”, haznos el favor, Señor); “Los escritores no son menos importantes que las glorias militares. Unos y otros conforman esa fraternidad que mantiene viva a una Nación.” (ora sí, Señor, bendice el eclecticismo apocalíptico: escritores y militares del mundo, uníos).
Después de tal retahíla, armada con una ración de mala fe, no puede cualquiera sino entornar la mirada hacia Sócrates: no sabía nada y ahora sé menos que antes o sé que la nada que sabía antes la intuí guiado por uno de los maestros del siglo XX, Vargas Llosa; pero si entonces ese saber era nada, ahora el maestro me lleva a la revelación de que la nada es menos y todavía algo: un encono. En el artículo Vargas Llosa rememora Rayuela “el deslumbramiento que me producía esa novela ha perdido mucho de su prestigio en esta época, como todos lo libros que, como los de Julio Cortázar, se dedicaban a jugar (…) los libros de Cortázar, que me parecen más importantes ahora, son los de cuentos fantásticos. No sé si él asiente.”
Don Mario tocó todas esas laderas en su artículo, y no fue un despropósito, por el hilo conductor de su texto la “Feria del Libro en Buenos Aires”, alrededor de una fiesta de esa naturaleza no hay interés humano que no pueda ser abordado. Y se valió de un mecanismo que con alto rango técnico y estético usó hace más de cincuenta años en su novela “Conversación en La Catedral”: evocar mediante la charla con alguien en un café, ir del presente al pasado y volver; décadas de recorrido puntual y profundo que en el tiempo real del diálogo tomaría unas horas y casi siete centenas de páginas en el libro. Para el artículo reseñado, el escritor se valió también de una plática, de hace poco, en un café de La Recoleta, en Buenos Aires.
Varga Llosa se paseó en terrenos escabrosos; proponer que la literatura de Cortázar, parte de ella, se dedicaba a jugar y que eso, a los ojos de alguien que es un lector profesional (sus ensayos estupendos lo avalan) demerite la obra de Julio es casi un escándalo, y no fundamentó el golpe gratuito, atenido tal vez a que es Mario Vargas Llosa. Luego, además de expresar su admiración por Borges, lo dejó en calidad de “gloria local”, junto a Bioy Casares, pero se le cae una pista: “son de las mejores cosas que le pasó a esta tierra [Argentina], y todos los nacidos aquí están orgullosos de ellos y no permitirán que se les olvide.” La pista apunta a una dirección: Vargas Llosa es un auto transterrado. Borges fue un ciudadano del mundo y tuvo sus ciudades, Ginebra, Austin, Buenos Aires, pero esta última además lo tuvo a él: vivió perfectamente libre y anclado a Buenos Aires, según el título de uno de sus libros de juventud: “Fervor de Buenos Aires”. Julio Cortázar nació en Bélgica, pasó su niñez en Banfield, Argentina, y en París se volvió Cortázar, así nomás, para volverse parte de tantos en el mundo; en semejante ciudad, Julio sigue siendo Cortázar y aquélla suele recordarlo como uno de los argentinamente suyos.
Borges y Bioy no se interesaron por la política, tampoco hizo falta, aunque uno de los populismos históricos de América Latina, el de Perón, no toleraba al primero, y viceversa. Cortázar se comprometió con la Revolución Cubana, con la Nicaragua del primer sandinismo y con la posibilidad de un cambio social a partir de virar a la izquierda y de acabar con el militarismo criminal. Vargas Llosa salió de Perú, vivió en Londres, en París, en Barcelona, en Madrid, se involucró en el ansia revolucionaria que trajo aparejado el inaugural castrismo, después abjuró. Ahora batalla contra cualquier amago latinoamericano de socialismo (y ya casi se extinguieron), es un neoliberal furibundo.
A golpes de un cosmopolitismo artificialmente buscado, su voz política suena forastera y su compromiso luce impostado; voz de juez iracundo, disonante porque las que caben en el coro, así sea para interpelar, se la rifan en un nosotros que no se fuga cuando los demás no son como quieren que sean. El mundo es tan amplio como la raíz que echemos; no la móvil que desenterramos según nos va conviniendo, no la nacionalista -más pulsión que razón y sentimiento-, la raíz a partir de la que es posible entendernos a nosotros mismos, de la que no podemos huir, aunque nunca volvamos a donde esté echada. Como con la literatura: renegar por razones ideológicas o egoístas de la que nos formó, de la que nos constituye, es despersonalizarnos, es suponer que ser mejores implica transformar incendiando. Qué sería del universal Borges sin su irredento aire bonaerense; de Cortázar sin su seguridad de que París bien podía contener y hacer florecer su argentinidad. Desde dónde nos habla el universal Vargas Llosa; Perú puede sentirse orgulloso al señalar en Lima, en Piura, en la Amazonía, en Arequipa, los sitios que lo hacen, aún hoy, Vargas Llosa. ¿Madrid lo considera suyo? Tal vez nos habla desde ningún lado, pues, como en el verso de Serrat, perdió el camino de regreso.
agustino20@gmail.com