Ideas

Por metiche y chimiscolera

La mala costumbre de acudir a donde no me llaman y, encima, meter mi cuchara con mis dispersos criterios sobre la conducta humana, debía haberme desaparecido desde la primera vez que mi madre me reconvino por tal motivo, cuando con mi infantil y candorosa sinceridad la metí en un aprieto del que yo salí con un buen pellizco retornisqueado, y ella con una selecta amistad que resolvió no concederle más la gracia de sus obsequiosas visitas ni dirigirle la palabra.

“Con las cejas y las chapitas así pintadas, se parece mucho a una muñeca de cartón”, expresé con la descarada espontaneidad de mis cinco años, creyendo que al comparar a la maquillada señora con una de aquellas monas tiesas que tanto me gustaban, le estaría rindiendo un gran honor. Pero dicen que nada hay peor que las buenas intenciones mal expresadas y mi pediátrica imprudencia fue suficiente para que aquella dama tan catrina y relamida (y pintada como mona de cartón) decidiera borrarnos de su lista de amistades, pero tan bochornoso asunto no alcanzó para que yo asimilara la infausta experiencia y enderezara mis modos.

Cinco decenios y fracción más tarde, es hora que no he asimilado el buen arte de quedarme callada cuando algo me incita a intervenir, aunque la situación sea ajena y nadie me convide a hacerlo. Y con eso de que ahora considero la irreflexión como una prerrogativa de la edad, hasta me siento en la obligación de desparramar mi experiencia para incitar a otros a que aprendan a domar sus diablillos internos y no los anden soltando por cualquier mínimo motivo, porque suelen ser muy ofensivos hacia otros y de muy escaso provecho hacia nosotros mismos.

Qué ganamos, digo yo, apaleando el claxon a manotazos cuando un semáforo apagado nos impide salvar un crucero con la fluidez que creemos merecer. A no ser una explosión biliar que nos amarga la boca, el rato y a quienes nos acompañan, no le veo mejor perspectiva. Pienso que no hay binomio más dañino que emparejar la impaciencia con la intolerancia y dejar que ambas impongan el nocivo efecto de atolondrarnos las neuronas y hacernos actuar como patanes gruñones.

Tal como la mujer con complejo de emperatriz con quien me topé hace unos días, en un escenario que no es precisamente un espacio para la relajación y el sosiego, como puedan ustedes suponer que es la antesala para solicitar un servicio de laboratorio en el IMSS. Por su vestimenta, peinado y accesorios, la mujer ciertamente destacaba entre la audiencia zaparrastrosa que aguardábamos turno, pero sobre todo se hacía notar por el típico acelere que provoca la impaciencia y las ganas de encontrar a quién cargarle la tardanza.

Y lo encontró, en la figura del atareado joven que sin despegar los ojos de la pantalla ni las manos del teclado, se ocupaba de dar curso al trámite que había reunido a más de una cincuentena de prójimos frente a la ventanilla. No le tomé el tiempo que pasó despotricando sobre la ineptitud del joven, las inconcebibles deficiencias del servicio y el clima, pero sé que fue el suficiente para expresar tres veces que el operario era un novato, que estaba tontito y que no se explicaba por qué le daban trabajo si era tan torpe y no le asignaban un auxiliar.

A la tercera ofensa gratuita que le propinó al esforzado muchacho, me acerqué para reclamarle sus comentarios y aclararle que, seguramente, ella era un portento de habilidades porque alguien, alguna vez, tuvo la paciencia de enseñarle y que es injusto andar por la vida desestimando o juzgando tan a la ligera el esfuerzo ajeno. Su respuesta no se hizo esperar y me puso una refrescada verbal de padre y señor mío, por andar de metiche y chimiscolera. A mucha honra, me la gané.

(patyblue100@yahoo.com)

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