Por el sendero de la felicidad
Es una verdad incuestionable que todos queremos ser felices, pero es también algo indiscutible qué no todos sabemos cómo lograrlo.
Lo malo es que muchas veces vamos buscando en donde la felicidad no se encuentra ni por asomo. La vamos persiguiendo afanosamente por caminos equivocados, y a menudo, en vez de acercarnos, nos alejamos más y más de ella.
La auténtica felicidad tan sólo germina en lo más íntimo del ser: es decir, en lo que comúnmente llamamos el corazón, aunque no en el corazón físico que late constantemente en el centro de nuestra persona.
La felicidad podemos aprenderla, y al vivirla, podemos compartirla con quienes nos rodean, con quienes conviven con nosotros y con aquellas personas, que en una forma u otra forman parte de nuestro entorno.
Para encontrar el camino exacto y seguro de la felicidad, tenemos que convencernos de que no podemos encontrarla ni atraparla en las cosas materiales y externas que podemos lograr.
Es en los ámbitos espirituales donde la felicidad reside, se desarrolla, se desenvuelve y se comunica.
Pero por principio, no es un bien que se pueda disfrutar individualmente, siempre está condicionada al compartir.
Una persona solitaria, retraída, egoísta… que cree que no necesita de nadie, que ofende o agrede a lo demás, tarde o temprano acabará dándose cuenta de que le faltó un gozne para ser feliz.
Hay en la vida de los seres humanos muchas cosas que no se pueden regalar como si fueran un objeto, y la felicidad no se puede conseguir ni desarrollar en soledad.
Cuando queremos expandirla o comunicarla es preciso compartirla.
Primeramente es necesario desearla, quitar los obstáculos y barreras que puedan encontrarse en el corazón. Luego manifestarla y hacer que, al hacerse visible, sea también deseable.
Entonces pueden surgir semillas para ofrecer a los demás y con las cuales, quienes las reciben, podrán hacer germinar en el propio corazón la genuina y personal felicidad.
Pero concretamente: ¿Cómo hacerlo?
Es necesario también despojarse de todo aquello que obstaculiza el florecer de la felicidad en el propio corazón: Envidias, rencores o ambiciones, no son terreno fértil.
Buscar felicidad en lo externo, en lo sensible, es engañoso. Quienes la buscan en el comer y beber, constatan que se agota en la copa vacía con el último sorbo o bocado; y luego se sigue deseando más.
Por lo tanto, los pasos más seguros empiezan al despertar, con un enorme “gracias” al Creador, al Dios de la vida y con pedirle que nos guíe, y con un propósito de hacerlo todo bien.
Al finalizar la jornada darle nuevamente “gracias” y hacer ofrenda de todo cuanto nos fue posible hacer y lograr…
Durante el día es posible repartir aliento, sonrisas, buenas palabras, apoyo, algún servicio, o simplemente una mirada amable…
Es en casa,donde mayormente esperan y necesitan esas semillas de felicidad que harán florecer el entorno como un jardín.
Las personas de la familia son quienes más merecen y de quienes más esperamos… pero hay que ponerles el ejemplo: compartir con ellos lo hermoso y gris, lo brillante y lo áspero, pero siempre, siempre con el deseo de que por nada del mundo se rompa ese lazo de felicidad que es tan necesario para vivir y caminar unidos con firmeza por este mundo a veces complicado y a veces azaroso.
Desde este núcleo podrán irse ampliando los círculos hasta lograr que todos seamos felices y así, al unísono elevaremos una oración de gratitud y amor a nuestro Padre Dios.