Polvos de La Mancha VII
Ha habido muchos notarios respetuosos de las leyes y la gramática, recuerdo a Juan López Jiménez, quien escribió un trabajo sobre el Quijote y la salud que, como otros trabajos producidos por el notariado, deberían estar a mi juicio en la biblioteca de esta casa.
Hay muchos otros que no menciono porque faltaría a la verdad dejando de hablar de alguno en especial, espero su comprensión dada mi pública declaración de incapacidad; protesto que trataré de entretenerlos, ya que afortunadamente para mí y para ustedes el tema da mucho de sí.
Pero ante la falta de conocimientos que reconozco, me queda como opción válida para estar presente, el entusiasmo de ser llamado como escribano, como aquel ante el que testó antes de morir, a dar fe de su última voluntad, y a ese derecho y a esa posibilidad me acojo, y con el arrojo de los incapaces me lanzo a tratar de lograr algún acercamiento a tan monumental obra.
Podía decir inicialmente que muy pocos conocen a nuestro señor don Quijote y obviamente yo no soy de ese puño, y como consecuencia natural, en un principio reitero debí haber dicho “no”, pero, dado que no tengo la habilidad suficiente para hacerlo, sí tengo la desvergüenza de invitarlos a que juntos, ustedes y yo, nos demos una pequeña asomada al mundo de don Quijote: nada profundo, no pretendemos descubrir el santo grial o encontrar la causa genérica de la eternidad; no, los invito a tomar nuestra bebida y si quieren fumar háganlo, ya que yo creo que el humo ayuda a meditar, y demos pequeños tragos y pequeñas bocanadas de gozo.
No nos beberemos la botella completa de un golpe, no terminaremos la sesión amorosa de lectura con un estallido de placer. No, lo que sí haremos es tratar de intentar paladear un nuevo plato, que intento que aprendamos a gozarlo, porque ‒hay que decirlo‒ como muchos otros placeres solitarios, la lectura es un acto esencialmente personal y solitario que en sí mismo puede gozarse, y si bien en una primera instancia no se comparte, cuando menos podrá hacerse hasta después en que se den los primeros acercamientos, en que podrá gozarse con otros que ya hayan tenido el placer de intentarlo.
Me gusta mucho contemplar la banalidad de los programas oficiales que intentan convencernos de leer 20 minutos diarios, es evidente que quien diseñó ese programa ni lee, ni le gusta leer, ni le importa que usted lea; para leer ese tiempo tendríamos que repensar en nuestra vida: si dedicáramos 20 minutos a leer, ¿cuánto tiempo deberíamos dedicar al día para hacer arrumacos a nuestra pareja?, ¿cuánto tiempo a comer chocolates? o ¿cuánto tiempo a tomar tequila? ¿Verdad que es una farsa? Eso me ha llevado a concluir que en este país no leemos porque nunca la escuela nos enseñó ese gozo, así como no hay cursos para que te guste el chocolate, ni para que goces el tequila, ni hay cursos de cómo besar.