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Pena de muerte a secuestradores

En días pasados, grupos parlamentarios del Partido Verde y de Morena presentaron una iniciativa de reforma constitucional que tiene por objeto eliminar los obstáculos para el establecimiento de la pena de muerte en México.

Al respecto, es conveniente resaltar que entre los juristas de renombre hay una gran mayoría que explica todas las razones habidas y por haber que repudian este justiciero castigo. Los argumentos son contundentes y el más elemental es el que sostiene que el castigo no inhibe la incidencia en la comisión de los delitos que ameriten tal castigo.

Los códigos penales estatales no pueden establecer la pena de muerte porque violarían la Constitución. Un intento del que se tiene noticia es del Gobierno de Coahuila que en el año 2008 pidió la pena de muerte para secuestradores que torturen, mutilen o maten a sus víctimas.

Este tema ha removido los rescoldos de una hoguera cuya latente flama permanece viva en las personas que han sufrido en carne propia o muy cerca de su zona de confort el terrible impacto del peor de los delitos que comete la bestia humana. No hay nada tan abominable como infligir dolor físico y tortura psicológica a la víctima y a  sus familiares a cambio de dinero.

Primero, la angustia de no saber el paradero de la persona desparecida, luego la llamada amenazante, intimidatoria, apremiante; después el suspenso de la espera de una segunda llamada pidiendo el rescate, lapso que puede ser de varios días o semanas; después el contacto telefónico con la atormentada víctima clamando por ayuda para detener la flagelante tortura. Finalmente, la entrega del rescate y la angustia de la espera para recibir o no, al secuestrado, que algunas veces ya está muerto cuando se paga el rescate, sobre todo si existe la posibilidad de que reconozca a alguno de los victimarios.

La advertencia terminante de no dar aviso a la policía, la duda de si hacerlo es bueno, o sólo empeora las cosas. La inseguridad de si habrá cómplices entre la autoridad y los delincuentes; agravantes que aumentan el sufrimiento.

La dicotomía entre privar de la vida o no al delincuente tiene profundas raíces: religiosas, morales y humanas. ¿Tenemos derecho a cumplir con el precepto bíblico de “ojo por ojo, diente por diente”? La iglesia católica la prohíbe, la religión musulmana la aprueba; en algunos países se aplica, en otros no.  La conclusión es que la decisión es casuística. Mientras el delito de secuestro fue un hecho aislado no se pensó en la pena de muerte, ahora que su incidencia es alarmante es deseable volver a instaurarla, como estaba antes de la Constitución de 1917, en que se suprimió para evitar venganzas políticas ante la turbulencia revolucionaria de 1911 a 1916.

Ahora el entorno delictivo es otro, las rencillas políticas no se dirimen con la fuerza de las armas, ahora es la sociedad en su conjunto la que está amenazada en su confort, la que teme perder los ahorros de un esfuerzo de trabajo de toda una vida, o más aún la de perder a uno de sus miembros o peor, perder ambas cosas.

Habrá que seguir discutiendo este problema ingente hasta encontrar una solución que acabe con ese cáncer social. En este sexenio no lo esperemos porque nuestros gobernantes apapachan a los delincuentes.

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