Pasada la tempestad
Y yo que pensé que estaba tan lejano el día que llegaría la votación, y que no conseguiría sobrevivir con relativa cordura a la insufrible e insolente campaña electoral, tan nutrida como anticipada. Pero con aquello de que no hay plazo que no se llegue, ni fecha que no se cumpla, no sin alivio logramos verle el final a la retahíla de debates, mensajes y consignas a cual más de desbarajustadas e indignas, que nos encandilaron la retina y nos florearon la trompa de Eustaquio por varios meses.
De verdad me cayó tan de peso el asunto, que me pescó muy seriamente la tentación de no participar en semejante faramalla, para no comprometer mis desbalagadas convicciones políticas, ni avalar con mi participación un juego en el que franca y abiertamente ya no creo. No faltó quién me aleccionara de gratis sobre mi “obligación” de sufragar, pero más sonoro que el grito de guerra de los mexicanos contra los brasileños, me apuré a aclararle al interfecto metiche y opinador que el voto no era un ineludible deber, sino un derecho, como también lo era no ejercerlo si no combinaba con mis más hondos pareceres.
Empero, como cónyuge de un presidente de casilla y hermana de la segunda “esclutadora” de la misma (no sé lo que significa, pero así lo consignaba el diploma con que la distinguieron), prácticamente participé (sin diploma que lo acredite) como acarreadora de cafecitos y galletas, proveedora de refrescos, avíos de papelería para subsanar algunos requerimientos no previstos por los organizadores, papitas para el entremés y hasta pastillas para la acidez estomacal que, con toda seguridad, se agenciaron algunos funcionarios de casilla humillados y ofendidos por la intemperancia de quienes más beneficioso habría resultado que se abstuvieran de presentarse a sufragar.
Aunque no estuve de fijo en el lugar, di las vueltas suficientes para maravillarme con la nutrida audiencia que desde muy temprano comenzó a abarrotar la fila de ingreso a la sede de la casilla, pero también fue la oportunidad de percatarme de que nuestra habilidad de armar con entusiasmo una fiesta cívica, ordenada y participativa, solo es comparable en calibre e intensidad con nuestra capacidad de humillar, ofender y denostar los procesos y a sus ejecutantes, cuando bajo nuestro mezquino concepto no se desempeñan con la eficiencia y celeridad que creemos merecer.
Y la actitud de aquel hombrón mofletudo que ventiló su inconformidad a los cuatro vientos y atrajo sobre sí la atención de la concurrencia, para redirigirla hacia el empeñoso servidor cuyas capacidades manuales estaban siendo excedidas por las blandengues patas de un simulacro de mesa que se negaba a mantenerse en pie, fue mucho más de lo que habitualmente requiero para montar en pantera y aplacar al displicente sujeto que incitaba a que los ahí reunidos hicieran lo propio, en demanda de su derecho a un trato más digno.
Como no tengo de paciencia lo que me sobra de saliva, increpé al barrigón de voz aguardentosa para recordarle que los que participaron activamente en la elección también hubieran preferido levantarse tarde, desayunar opíparamente mientras veían el futbol y disfrutar la sobremesa con un cafecito; que estaban ahí para servir sin sueldo, ni capacitación, ni experiencia en este tipo de operativos; que con admirable estoicismo sortearon el Sol, la lluvia y la falta de alimentos a sus horas. En suma, que fueron los verdaderos héroes del día que nos merecerían todo, excepto el recurrente baño verbal que más de una docena de palurdos, ingratos y maleducados les propinaron por todos los rumbos y sectores de la ciudad. Francamente, qué vergüenza civil tan incivilizada.