Para un manual empírico de tiranos en cierne
Del poder. El poder público se conquista primero en las urnas, pero luego se afirma por los medios que el poderoso tenga a la mano: uso personalista del erario, manipular y dejarse manipular por las Fuerzas Armadas, compartir empáticamente con criminales el control de algunas regiones, mentir sin empacho y confeccionar el marco jurídico e institucional para que el erario, las Fuerzas Armadas, el control del territorio, el Estado de derecho y las mentiras se mantengan como posibilidad constante de afirmar el poder individual, por remoto en el tiempo que haya quedado el triunfo en las urnas. El poderoso que no busca conservar el poder para sí mismo está condenado a ser defenestrado. La democracia y sus colaterales, transparencia, rendición de cuentas, derechos humanos y el equilibrio entre poderes son bisutería para adornar discursos; la palabra del realmente poderoso alcanza y sobra para suplirlos.
De la moral. Los enemigos de mis enemigos son mis amigos, y sus variaciones: las narraciones de mis amigos y las de los enemigos de mis enemigos son ciertas. Quien es mi enemigo no puede tener razón ni decir verdad. Mis enemigos, por el hecho de serlo, son despreciables y lo malo que de ellos se diga o pueda decirse es correcto y justo. Lo que hagan o hayan hecho mis enemigos es, nomás por eso, meritorio de ser derruido. Los amigos son quienes no nos contradicen, y más amigos aún si aplauden lo que hacemos, lo que no hacemos, lo que expresamos y lo que callamos. Los amigos que buscan debatir con nosotros son enemigos en potencia. La culpa es una debilidad que el poderoso debe rehuir.
De la nación y la patria. La nación-patria es extensión, física e imaginaria, actual e histórica, que el poderoso en turno delimita. De pronto puede corresponder con aquella que se ilustra en los atlas, pero puede expandirse tanto como al poderoso convenga, tan lejos como el sitio más remoto del que un expatriado envíe remesas; aunque asimismo puede contraerse para que el poderoso la afiance simbólicamente y, por ejemplo, dejarla entera contenida en Palacio Nacional, sin menoscabo del autócrata y su poder que, como Hamlet encerrado en su cáscara de nuez, no dejará de sentirse rey de un espacio infinito. La nación es también una historia que el poderoso se cuenta a sí mismo y que a su vez nos cuenta; nunca es la misma y no importa, lo relevante es que a través de lo que narra lo resignifiquemos a él y a nosotros mismos; porque cuando dice Juárez, Madero, Cárdenas, Hidalgo, Flores Magón o Leona Vicario en realidad dice: yo mero, para instalarse atemporalmente singular.
Naturalmente, la nación-patria es además un futuro que el poderoso invoca y que no se siente impelido a definir más allá del gesto de su brazo que apunta a un falso arriba y adelante que viene del pasado y del brillo de sus ojos que muestra que con que él tenga claro el destino que nos aguarda, estaremos bien servidos. La nación del presente es un escollo interminable, consecuencia del obrar de los que antes fueron poderosos, de lo que solo se quejan aquellos que abjuran del porvenir al que el caudillo nos guía y que, según él, justifica la destrucción vigente en la que está empeñado.
De la política. Para el déspota, la política es conjuntar todos los medios, como dicta Leo Strauss al describir la maquiavélica, “justos o injustos, el acero o el veneno, para alcanzar sus fines -siendo su fin el engrandecimiento de la propia patria-, pero también poniendo la patria al servicio del engrandecimiento del político o el estadista, o del propio partido”. La política que no es ejercida por el poderoso, sus amigos y por sus incondicionales abyectos, es politiquería, y esta la reconoce el poderoso mediante una fórmula simple: el servidor público que a su juicio devengue un sueldo alto no puede hacer sino politiquería. Para él, la política es ciencia sí, solo si, su análisis se centra en sus nociones personales de la historia, en sus interpretaciones del devenir nacional y en la evaluación que hace de los hechos y los actores actuales; si el estudio de la política no lo coloca a él en el foco de la indagación intelectual, es por ponerse al servicio de los politiqueros, también conocidos como “conservadores” que, es sabido, no quieren la transformación.
Del pueblo. El pueblo es la representación estadística de la popularidad del poderoso. Como grupo social repartido entre estatus socioeconómico, está mayormente en la clase media, aunque en general está fijo en el estrato bajo y tiende a empobrecerse por la acción y la inacción del jerarca; cosa que no es enteramente mala, ya que pobre, en la mente del mandamás, es sinónimo de bueno, y también es, para su concepto de economía política, el acceso a la igualdad soñada por él: todos pobres, ergo todos buenos, ergo todos iguales, ergo no habrá quien le dispute el poder, pues la pobreza entraña esfuerzos cotidianos que no dejan sitio para la crítica, es decir, para la politiquería. El pueblo, como la patria, son constructos maleables para el poderoso: existen mientras él los incluya, según sus ideas, en sus alocuciones. Por cierto, para el autócrata en pleno desarrollo algo es útil -el pueblo, la nación, las leyes, la política, la democracia, la justicia, la libertad- si se alinea a sus intereses.