¿Para qué a mí?
A lo largo de los 39 años 4 meses y 13 días, he adquirido una modesta experiencia del tema de la discapacidad, el eje central de este particular aprendizaje es indudablemente Martita, mi hija que nació y vive con Discapacidad Intelectual, de tal grado que su vida diaria depende del apoyo de terceras personas. Gracias a la generosidad de quienes llevan las riendas de EL INFORMADOR, presididas por Carlos Álvarez del Castillo, esta columna ha permanecido por más de 10 años. En el transcurso de tantas y tantas semanas, eventual muy eventualmente escribo en primera persona, cada que lo hago dudo en llevarlo a cabo, finalmente la duda no me hace contener este extraño oxímoron de duda y decisión. Y termino por hacerlo, como ahora.
En esta ocasión hablaré de la eterna e inevitable pregunta que archivada en la accidentada topografía de mi mente aparece, en un principio y creo ya superada, con el acento de la inconformidad y en otras, tratando de compartir quizás con algunos otros que viven las mismas experiencias, de ahí que la tentadora pero dichosa pregunta aparece y reaparecerá cuando menos lo piense, tan alevosa como caprichosamente.
Siempre que escribo de mi hija, mía de mí, en primera persona busco la razón -¿o será sinrazón?- del impulso, en esta ocasión decidí apoyarme en el gran filósofo español y transterrado, como se definía a sí mismo, José Gaos: “el peso de la soledad es el de la falta de interés de las cosas de la vida no compartida”.
Han pasado 39 años y sin embargo confieso que aunque soy un convencido de que la pregunta no es ¿Por qué yo?, sino ¿para qué yo?, la fragilidad de mi condición humana invoca de vez en vez la otra, la lacerante e inútil pregunta ¿Por qué a mí?, cargada, lo entiendo de una buena dosis de ego.
Son tan íntimas las reflexiones y los impulsos sentimentales que provoca la cotidiana vivencia con mi hija que se transforma, según sea el caso, en la experiencia más gozosa que pueda sentir un padre hacia su hija, pero de pronto, sin previo aviso, también suele palidecer de angustiosa rebeldía.
La pregunta ¿para qué yo? Sí que lleva una enorme dosis de ego, ya que la contestación, si es sincera conduce a la aceptación de que he sido un “elegido”, condición que implica una tarea, quizás la más difícil de practicar y no solo un día o tres o un mes, no, practicarla siempre, ante todo y ante todos. Pienso un momento y el balance nunca ha sido positivo, para reconfortarme me acerco a Muslih, un gran poeta persa que con gran sabiduría dice: “creer que un enemigo débil no puede dañarnos, es creer que una chispa no puede incendiar el bosque”.
Puesto que me resulta de superior dificultad ser humilde, la ausencia de ella acarrea las chispas que vuelven a entender la incómoda pregunta ¿Por qué a mí? Pero ahí está Martita, mi hija, mía de mí, tratando de romper una piñata, o luchando por ganar la carrera de natación o terminando de pintar un óleo tan aparentemente confuso como la buena poesía, ¿la respuesta? una peculiar empatía cargada de un profundo amor. Creo que por lo siglos de los siglos este vaivén de sentimientos, este eterno caminar en círculo cerrado será la condición bajo la cual continuará el resto de mi existencia. Termino por entender que mi destino con respecto a Martita, mi hija, mía de mí, tendrá la certeza agridulce de lo irreconciliable.