Otro bicentenario: Grecia (I)
Desde el siglo XV, a lo largo de décadas antes y también después de la caída de Constantinopla, los otomanos fueron apoderándose de lo que hoy es Grecia. El último reducto bizantino, Mistrá, capital del despotado de Morea, cercana a la antigua Esparta, cayó en 1460. En los siglos que siguieron hubo esporádicas rebeliones fallidas en todo el territorio griego (y en todos los territorios cristianos de los Balcanes), pero no fue sino en la segunda década del siglo XIX, con el Imperio otomano ya un tanto debilitado, cuando comenzó la lucha por la independencia.
Los griegos vivieron cerca de medio milenio de opresión bajo la Sublime Puerta, sufriendo su condición de cristianos con las reduplicadas cargas impuestas a las minorías y que no sólo se pagaban en especie sino también en seres humanos. El territorio que ahora conocemos como Grecia quedó reducido a una provincia sin mayor importancia, tierra de pastores y marinos. Las elites griegas se concentraban desde la antigüedad, y particularmente luego de la aniquilación de Atenas como centro cultural, en el siglo VI, en capitales que siempre habían sido helénicas, como Constantinopla y Alejandría, y más tarde Venecia y otras ciudades de la Europa occidental.
Los griegos de la época otomana, encabezados por la jerarquía ortodoxa de sus comunidades y bajo la tenue tutela del Patriarcado de Constantinopla, buscaron siempre mantener su fe y su lengua (para lo que fundaban escuelas clandestinas). No se reconocían en nada en el legado de la antigüedad clásica y veían con estupor a los viajeros occidentales que empezaron, sobre todo a partir del siglo XVIII, a visitar su tierra atraídos por las ruinas y estatuas de los paganos.
La lucha por la independencia, alentada y financiada por griegos de la diáspora, comenzó en 1821, el 25 de marzo (día de la Anunciación tanto para la Iglesia latina como para la griega, aunque ellos seguían usando el calendario juliano). Es la fecha con que se sigue celebrando lo que atinadamente llaman ellos “el levantamiento” (como debería llamarse aquí el del cura Hidalgo, y no “la independencia” a secas, que llegaría precisamente hace 200 años).
El sultán, por supuesto, aplastó todos los focos de la insurrección que pudo, y luego echó mano de su vasallo el pachá de Egipto para que le mandara refuerzos. Fueron esos mamelucos los que en 1826 tomaron finalmente Mesolongi, luego de un cruento sitio. Ahí había muerto un par de años antes Lord Byron, romántico entre los románticos: la independencia griega se convirtió en la causa de moda en la Europa de esa época, y sus ecos llegaron hasta los insurgentes americanos.
Curiosamente, mientras los griegos luchaban por su independiencia identificándose como el baluarte de la cristiandad frente a la barbarie mahometana, los filohelenos occidentales iban en pos de la defensa de las ideas de la antigüedad precristiana y de esas piedras que a los lugareños dejaban indiferentes.
Pese a que el poeta Byron sucumbió según parece por el paludismo y no por las balas turcas, se le considera héroe de la insurgencia: sus estatuas están por toda Grecia y Byron (“Víronas”), como nombre de pila, es frecuente entre los griegos.