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Ocaso del bote pateado, la chinchilegua y las traes…

¿Te acuerdas de la calle en donde jugabas de niño? En mi caso jugué las mejores “cascaritas” sobre la calle Canario en la Colonia Morelos de Guadalajara con una gloriosa escuadra integrada por Pepelepú, Chicho, El Tomatín, Aldo, Pancho et al.  

El Museo de Arte de Zapopan (MAZ) presentará a finales de este año la exposición “Juegos de niñxs, 1999-2022” del artista Francis Alÿs (Amberes, 1959), afincado en México. 

Consiste en 33 videos que documentan los juegos que tradicionalmente juegan niños y niñas en barrios de todo el mundo: México, Afganistán, República del Congo, Venezuela, Irak, Hong Kong, Francia, Suiza y otros (los videos, qué maravilla, están disponibles en línea: http://francisalys.com/category/childrens-games/). 

Con su obra, Alÿs busca preservar la memoria de prácticas en peligro de extinción y mostrar el poderoso simbolismo moral y alegórico del juego infantil en el espacio público. El juego ayuda a los niños y niñas a procesar las pérdidas, traumas y rupturas de la colectividad que habitan. 

El artista concibió su serie cuando en Marruecos vio a unos niños lanzar guijarros que rebotaban en el mar. Algunas piedras saltaban dos, tres o más veces hasta hundirse. Igual que los migrantes marroquíes se lanzaban al mar, algunos completan su travesía y otros pierden la vida a medio camino. 

En Malinalco, en el Estado de México, los infantes juegan “contagio”, una variante de “las traes”. En lugar de que el jugador se “congele”, se contagia y se activa como transmisor viral. Todos usan cubrebocas y deben escapar del paciente cero y los otros infectados. Cuando un niño es tocado, grita “infectado” y cambia su mascarilla por una roja.  El último salvado se para en una piedra y grita: ¡sobreviviente! 

En Afganistán hay un juego llamado “el lobo y el cordero”. Un grupo de niños tomados de la mano forman un círculo para proteger al más pequeño que se coloca al centro. Mientras, otro mayor y más fuerte intenta romper la cerca humana para devorar al cordero. No siempre el sentido de comunidad y la fuerza de la mayoría se impone al depredador de fuera. 

En Ciudad Juárez, en un laberinto desolado de casas abandonadas del Infonavit, los niños portan espejos cuyos rayos del sol simulan las balas en medio de un tiroteo en donde todos corren y se ocultan de los disparos enemigos. Cuando uno de ellos logra colocar el haz de luz en los ojos de su contrincante, éste muere mientras los pequeños imitan el ruido de las balas entre risas.

Los niños y niñas juegan cada vez menos en la calle. Nuestras infancias se alejan del espacio público, símbolo de una época que privilegia el claustro digital. El confinamiento y la pospandemia los convirtió en jugadores de mundos virtuales. 

La chinchilegua, el bote pateado, las traes y el changais han sido sustituidos lentamente por el narcomiedo, la saturación vehicular y el coto, ese gueto urbano en aumento, pero la ficción más cercana a la utopía del espacio público libre y seguro.  

Son más que juegos de barrio. Un bote pateado también es la declaración de resistencia de una urbe que no se rinde a la desigualdad, el crimen y la segregación. Parafraseo a Paz: un mundo nace cuando dos juegan en la calle. 

La verdadera batalla por el espacio público la pelean nuestras infancias. Y la están perdiendo.

jonathan.lomelí@informador.com.mx

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