Nuestra dualidad, partida
En estos días previos al 2 de Noviembre, fecha en que celebramos nuestro muy particular Día de Muertos -muy mexicano, muy histórico y muy pintoresco- pienso hasta mi médula en lo crucial que resultan nuestra tradiciones para comprendernos. Comprendernos como comunidad, como pueblo, como historia, porque nuestras tradiciones y rituales son la referencia del pasado, sus dioses y la manera colectiva de vincularnos a él. En estos últimos días donde la “opinocracia” (opino con gracia luego pienso) ha aflorado con todo su brillo la ambigüedad que somos en sí mismos los mexicanos. No entendemos pero sabemos, hablamos, nos abrimos pero permanecemos estoicos. ¿Por qué no miramos nuestro pasado para entendernos un poco? Hacemos, así nomás, casual, un par de lecturas para comprendernos a nosotros mismos (Sí, sí, me refiero a libros como “El laberinto de la soledad”) quizá, creo, avanzando un poco en eso, podamos desmenuzar la realidad, nuestro yo colectivo interno.
Los mexicanos, dijo Paz: “Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos panes que fingen huesos y nos divierten chistes y canciones en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos los hacemos: ¿Qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta”.
Porque aunque sea usté muy millenian la tradición mexicana le habla de sí mismo, es su punto de referencia, señal de su propia historia, arteria de su ritual colectivo. Esa ambigüedad de ser de ahora y del pasado, es nuestro camino, nuestra memoria. Así pues entre flores, calaveritas y velas siento -como buena mexica- que ahora que todo es más rápido, más potente, más global, más mundial, con más likes y menos profundo nuestras referencias históricas a la usanza de Galeano, de Paz o de Rulfo nos salvan. ¿De qué nos salvan? De la ignorancia, la desmemoria y el olvido. Los rituales nos recuerdan (es más, refrendan) quiénes somos, tanto en nuestro árbol genealógico así como en nuestra sociedad: tengo la foto de mi abuela y mi madre en un altar que huele a incienso, rodeado de colores que me remiten a la infancia, a los padresnuestros, por favores y compermisos, sí, lleno de esos lugares que nos hacían sentir un mucho más seguros, y así también las ofrendas, los aromas, el café y el chocolate del altar me remiten a Oaxaca, al DF, a Tapalpa, en esa especie de imaginación colectiva, universo sincrético que afirma la idea de la vida y la muerte en nosotros, que afirma nuestra ambigüedad, nuestra apertura y cerrazón.