Nuestra Señora de París
Gracias a la magia de las comunicaciones modernas, tuvimos la oportunidad de presenciar la reapertura de una de las más hermosas catedrales del cristianismo: Notre Dame. El 15 de abril del 2019, el edificio sufrió su destrucción parcial; fuimos testigos de cómo las llamas fueron consumiendo el techo del inmueble hasta hacerlo caer junto con la simbólica aguja que se encontraba entre las dos torres.
La ceremonia fue imponente. En una húmeda tarde parisina, coincidieron la liturgia de la Iglesia católica y las prácticas republicanas del Estado francés, cada uno en su lugar, cada cual con sus formas y responsabilidades. Los asistentes representaban lo mejor de la Francia de siempre, y la presencia de grandes personalidades junto a los bomberos y los restauradores le dio un toque especial al evento. El edificio, estilo gótico, es hermoso. La fachada es simplemente espectacular. Recuerdo que hace algunos años, Ximena, mi hija menor, siendo pequeña, buscaba encontrar -infructuosamente-, ante el regocijo de sus hermanos, a Quasimodo, el jorobado que habitaba en lo alto de la catedral. El espíritu se sobrecoge ante la sencillez del nuevo altar, resguardado al fondo por una magnífica escultura de La Piedad; los vitrales multicolores, por cuyas ojivas atraviesa la luz en medio de figuras simétricas; el órgano, instrumento musical de excepción, y los muros sobriamente decorados con arte sacro son expresión de grandeza. ¡Sí! “París bien vale una misa” y Notre Dame también.
Independientemente del credo que se profese, el mundo se consternó con la catástrofe. Fue un momento dramático del que se derivaron algunas lecciones. Primera, hacer de la tragedia una oportunidad. Esta desgracia convocó a muy amplios sectores de la sociedad internacional para recuperar lo perdido. Segunda, al margen de todo tipo de intereses, los seres humanos se unen frente al infortunio de los demás. Tercera, la cultura y sus productos son patrimonio de la humanidad. Cuarta, cuando se tiene un propósito y la voluntad de hacer las cosas, el ser humano no tiene límites. Paradójicamente, cuando se trata de ponernos de acuerdo para concertar la paz, abatir la pobreza, proteger los recursos naturales, combatir el cambio climático o resolver otros problemas que atormentan a la humanidad, los esfuerzos parecen insuficientes.
Aceptando que existen intereses, básicamente políticos, económicos, religiosos y de falsos nacionalismos, la mayor responsabilidad de los líderes contemporáneos es encontrar la fórmula para que los habitantes del planeta Tierra vivamos en armonía e, inspirados en Schiller y Beethoven, cantemos al unísono la Oda a la Alegría: “Porque los hombres volverán a ser hermanos”. Sería maravilloso que las diferencias que hoy nos separan, fuertemente influenciadas por un patrimonialismo enfermizo, se desvanecieran para dar paso a la solidaridad con los débiles y con los niños, sin distinciones de piel o lugar de nacimiento: israelitas, palestinos, ucranianos, mexicanos, españoles, ricos, pobres, cristianos, judíos, musulmanes o agnósticos y que, en un esfuerzo sin precedentes, garantizáramos su felicidad. ¿Utópico? ¿Quijotesco? ¿Imposible? Tal vez, pero de sueños se alimenta la realidad. ¡Soñemos!