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Notas para una historia en ciernes

Un país grande, dos millones de kilómetros cuadrados. Poblado por ciento treinta millones de personas. Contiene muestras extensas de casi todos los paisajes, desérticos, costeros, montañas, selvas, y una biodiversidad riquísima. Su cultura, de las que se llaman “nacionales”, es en realidad el añadido de una pluralidad de culturas que representa a muchos grupos sociales y etnias. Un país grande que mirado desde los libros de historia puede emparejar el orgullo por su devenir, con sus guerras de conquista, sus revoluciones, sus debates ideológicos, las artes que ha prohijado y sus anhelos de libertad y justicia, con el que pueda sentir la patria que sea.

Un país mínimo por la calidad de su vida política contemporánea, la que animan las mujeres y los hombres de la política según su entender la política. La desigualdad es un rasgo de ese país; su sociedad comprende a unos pocos que se codean con los más ricos del mundo, y también a niñas, niños, mujeres y hombres, muchos, cuyos modos de vida se pueden equiparar con los de los más pobres del planeta.

Tiene entre sus comunidades gente que recibe dinero de Estados Unidos mediante tecnología de avanzada y un número vergonzoso de sobrevivientes que se afanan en las ciudades y en los pueblos por hacer que caigan en sus manos tendidas, conforme a una práctica milenaria, algunas monedas para poder comer.

Un país que pregona haber abolido la esclavitud y voltea para otro lado para no ver pasar los jornaleros nómadas que por toda su geografía se enganchan con patrones temporales que los tratan como siervos. En él, ser mujer, tener la piel oscura o ser residente de las periferias significa ser ajeno a las oportunidades para progresar.

Un país cuyos contrastes lo tienen permanentemente en tensión y que para no romperse depende de fomentar inmovilidades: los privilegiados pugnan exitosamente por mantenerse así, privilegiados, y el resto se afana, sin conseguir tanto, por abandonar la precariedad. Cuando la tensión ha provocado estallidos se las ha ingeniado, el país, para volver al estado previo: los favorecidos de regreso a lo suyo, con sus fueros intocados (aunque no todos sean los mismos de antes) y los infortunados igual, nomás con el ensueño renovado de que luego de la rebelión una vida mejor les aguarda a la vuelta de un plazo corto. Y se reinstala la tensión, que se relaja de tiempo en tiempo por las dádivas del sistema político que es en sí la inmovilidad máxima.

Cíclicamente aparece un salvador o “seductor de la patria”, en términos que el escritor Enrique Serna usó para referirse al dictador de un país como el país del que hablamos. Seductores de la maltrecha, vilipendiada y sin esperanza que se rinde, según la época, ante el que la defiende a capa y espada o con maniobras autoritarias que responden al criterio: te va a doler, pero lo necesitas, soy el único que te entiende, patria; o bien se postra ante el que con diagnósticos certeros ofrece placebos.

Lo que los dichos seductores han usufructuado es su conocimiento de las descritas maneras de ese país; saben que para alzarse con el poder es necesario que el recuento que en sus discursos hagan de la situación debe ser mayormente creíble para su parroquia de referencia, sin dejar de hacer guiños, siempre engañosos, para los otras.

En ciertos periodos las y los cautivados por el héroe en turno han sido los pudientes, en otros, los abandonados por la fortuna, con lo que la tensión prevalece y cada bando se queja según corresponda y de acuerdo con el malestar que les es propio. Desde la agudeza política que distingue a los embaucadores, entienden que en la tirantez y en el cambio aparente, ellos y sus asociados pueden medrar. 

El destino, el azar y el qué le va uno a hacer suelen estar al fondo de las explicaciones cuando a la clientela le da por suspirar desalentada. Al cabo, los seductores de la patria no la salvan, sólo fijan el estatus quo y terminan por volverse nombres de calle, de colonia -no llegan a más-, o se tornan residentes del imaginario popular envueltos en la enseña de las leyendas negras.

En las circunstancias correspondientes a 2023, las de ese país con sus evidentes dolencias e injusticias, ¿quién es el enemigo por vencer? El mandatario que se ha rodeado de una fuerza social inmensa a fuerza de estimular una fe que no exige pruebas ni hechos, o las condiciones sociales, económicas y políticas imperantes. 

Derrotándolo a él y desentendiéndose de esas condiciones ¿algo cambiará profundamente? Lo más probable es que no, porque quienes ansían ocupar su lugar no muestran un talante ético, político y conocimientos que los hagan sustancialmente distintos o ajenos al sistema, y quienes desde la tribuna están asustados, indignados y hasta enojados por el “mal gobierno” que padece ese país, no miran sino a la contienda que concluya defenestrando al nefasto: personalizan el análisis y dejan los problemas que enfrentan para ser atendidos después, cuando el malo de la temporada salga y puedan hacerle saber que el que ríe al último ríe mejor… aunque la risa sea nomás porque termine un mal periodo presidencial, uno más, sin entender que los males endémicos y la inmovilidad del sistema únicamente acarrearán gobernantes similares, sino idénticos. Un país grande metido por la fuerza de la inercia dentro de un país mínimo.

agustino20@gmail.com

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