Nostalgia por la nostalgia
Qué tiempos aquellos, esos que abruptamente dejaron de ser en marzo de 2020, averiados, deformados por un virus microscópico y los efectos dañinos, mortales, que tiene en los humanos. La expedición de conquista que emprendió SARS-CoV-2 trastocó las formas de relación que nuestra especie creó y recreó, generación tras generación, para desarrollarse y progresar, para ser moderna, conceptos hoy sometidos a escrutinio por los magros resultados que han tenido para la mayoría de los terrícolas, mujeres y hombres; en síntesis: formas de pensarnos que nos llevaron a considerarnos civilizados, aunque sin igualdad, con la pobreza ensanchándose como si el desarrollo, el progreso y la modernidad fueran sólo menciones bibliográficas.
Ahora tratamos de acomodarnos a los tiempos estos o, por lo que se percibe, estos tiempos ya no saben qué hacer con nosotros, perdidos en la búsqueda infructuosa de los caminos que nos reinstalen en los modos previos a la COVID, mediante los cuales hacíamos lo que nos sostenía, arracimados físicamente en los estadios, en el cine, en los centros comerciales, en las fábricas y oficinas, en el transporte público, en aviones y restaurantes, en las galerías, mercados, museos, en las salas de concierto, en las escuelas. Los mecanismos del intercambio económico, del cultural, quedaron ante el abismo frente al minúsculo tirano de personalidad múltiple, su versión Delta nos tiene sin saber a ciencia cierta qué hacer para que, por ejemplo, las niñas, los niños y los jóvenes puedan volver a la escuela, o dicho al estilo desastrado que congenia con una pandemia odiosa: regresar a la presencialidad.
Y en cuanto a las escuelas y las maneras que teníamos en aquellos tiempos para comportarnos alrededor del sistema educativo, estamos tan ansiosos por recuperar lo que fue, que no es descabellado suponer que extrañamos, en las ciudades grandes, las hileras de automóviles estacionados en doble fila en espera de ver a los hijos trasponer el ahora mítico umbral de los colegios; también seguramente muchas madres cuentan las horas para volver a madrugar, disponer a sus descendientes para llegar puntuales a la clase, montarse con ellos en el camión y regresar cuatro horas después, y así de lunes a viernes; los más detallistas han de echar en falta los cíclicos debates sobre la calidad educativa, sobre las enseñanzas contenidas en los libros de texto gratuitos, sobre la imprescindibilidad, o no, de la enseñanza religiosa o la sexual. Y seguramente quienes en algún punto fueron parte del hatajo de salvadores de la educación y sus flamígeros llamamientos, llenos de ignorancia, contra las y los integrantes de magisterio porque consideran escasas sus aportaciones al aprendizaje de la población joven del país; por estos días, ese hatajo debe pasar momentos de bochorno (no es creíble pero encaja bien en el argumento) pues una de las conclusiones que la pandemia nos arrancó es que con todo y sus fallas, el sistema educativo es sustantivo para la sociedad, lo que nos lleva a reflexionar sobre ese manía tan mexicana de pretender que las cosas, las que sean, nomás funcionarán bien a condición de destruirlas, cada tres o seis años: ¿cuánto dinero y experiencia acumulada perdemos haciendo caso a especialistas de coyuntura que pregonan que para que la educación sea la que necesitamos requerimos de otras y otros maestros en la educación que provee el Estado? ¿Qué tan ridículo luce aquel movimiento intensísimo que redujo la mejora del tan complejo sistema educativo a defenestrar a una lideresa sindical?
Qué tiempos aquellos, tan planos y predecibles, con sus rutinas, en cambio, éstos, tan llenos de incertidumbre y emociones negativas aún nos deparan la sorpresa de los libros de texto gratuitos
El clamor retumba por el territorio entero: ¡volvamos a clases! Pero, ya que nos acomodemos plenamente en los tiempos estos, ¿seremos capaces de llevar a la práctica lo necesario para que el sistema educativo sea superior y se desenvuelva acompasado a las mudas constantes que experimenta la sociedad? Pero no la sociedad en general: de comunidad en comunidad. Y eso necesario para que la deliberación fructifique consiste en desestimar la dinamita como fulminante del cambio (es una metáfora, describe bien eso a lo que somos tan dados: recomenzar desde los escombros para luego hacer más) y en no excluir a cualquiera de los agentes que intervienen en el proceso, partir de lo que tenemos y apreciamos, que no es poco, aunque los actuales gestos transformadores estén empeñados en mirar puro cascajo en todo.
Durante este trance, la discusión respecto a la vuelta a las aulas, ha quedado en evidencia que lo que prima en el sistema es la desconfianza: la SEP no ha mostrado certezas contundentes respecto a su plan (y tal vez sea excesivo llamarlo así) y no parece sentirse obligada a manifestar, para que las familias confíen, que las escuelas, reparadas, limpias, con los servicios mínimos utilizables, y las y los maestros capacitados para hacer lo suyo en este periodo inusitado; no sucede porque el sistema, con sus componentes, está quebrantado, las autoridades, por las deficiencias que saben existen, atribuidas a ellas o a las previas, no se sienten confiadas para decir concretamente qué esperan de las familias para inhibir riesgos y éstas, como siempre, quedan en situación de considerar el regreso a clases como una fatalidad, tiene que ser -no hay de otra, por salud mental-, y echar andar, en su fuero interno, la fe en el azar bendito, que ponga a sus hijas, a sus hijos, en la ladera venturosa, segura y saludable, y si no es mucho pedir, que de paso algo aprendan.
Qué tiempos aquellos, tan planos y predecibles, con sus rutinas, en cambio, éstos, tan llenos de incertidumbre y emociones negativas aún nos deparan la sorpresa de los libros de texto gratuitos; ya se llenará la nación del vocerío debatiente y echaremos a andar, no nos queda más, la fe en el azar bendito: que de algo sirvan, al menos mientras los mandamos a la pila de escombro correspondiente.
agustino20@gmail.com