Ideas

No vale la pena

“Aguanté hasta donde pude”, sentenció la atribulada mujer que no encontró mejor manera de expresarse que robándole la frase a José Alfredo Jiménez, como preámbulo a la confesión de que francamente había puesto a un pariente de patitas en la calle, aunque terminó llorando a mares bajo un cielo más que azul. Yo, nomás oyéndola mientras gimoteaba  frente al teléfono, pensé que seguiría en franco ejercicio de la piratería, con aquello de “no quiero ni volver a oír tu nombre, no quiero ni saber a dónde vas” y, ya intrigada, presté oreja para enterarme del motivo y sobre todo del destinatario de semejante infamia.

De a poco, forzada por la cercanía de la silla contigua que ocupaba, me fui percatando de que la compungida dama se refería nada menos que a su propia y adolescente hija quien, a su juicio, era la causante de los entuertos retorcidos que traía atorados, y que aquella espera forzada para ser atendida por el gastroenterólogo en el Seguro Social, le brindaba la inmejorable oportunidad para desahogarse con su interlocutora comadre. Pero aún faltaba el móvil de aquel matricidio en grado de tentativa, por lo que me arrellané en mi silla y agucé el oído, para no perder detalle sobre el espinoso asunto.

Supe, así, que la muchachita nomás no entiende, que todo le vale y que de plano hace o deja de hacer con el deliberado propósito de fastidiar a su progenitora. Que no hay forma ni lenguaje para hacerla entrar en cintura y que, como todo tiene un límite, el de su madre había quedado rebasado cuando, por enésima vez, le ordenó que pusiera su recámara en orden o no obtendría permisos para salir con sus cuates y la muchacha se insubordinó. Y como nadie puede vivir en batideros tales, la solución fue ordenarle que ahuecara el ala y abandonara el nido.

Si a la quejosa no le hubiera llegado el turno de abandonarme con el relato a medias, probablemente, muy probablemente, porque mis lances verbales no me dan para tanto y cuantimenos la voluntad de opinar en vidas ajenas, le habría contado que yo también fui una adolescente aquejada de rebeldía doméstica, a la que nunca le entraron las sugeridas ansias de vivir sin rodearse de ropa apilada, zapatos en desorden, toallas aventadas sobre la cama sin tender, alteros de libros coronados con un plato de cereal oreado.

En el remoto caso de que me hubiera prestado atención, posiblemente la susodicha se habría enterado de que mis propios hijos vengaron a mi madre aplicándome la misma ración de indiferencia a mis reclamos caseros; que tampoco le encontraban la lógica a tender una cama que horas más tarde sería destendida, ni les entraba el mínimo escozor por ponerse una prenda planchada o arrugada, ni les molestaba en lo mínimo andar pepenando libros o cuadernos por todo su cuarto cuando los necesitaban.

Seguramente, en algún momento y como revelación divina (o epifanía, para que se lea más chido), asumí que el orden en mi casa era manía propia que no tenía por qué imponer a quienes no les significaba lo mismo, ni le daban el mismo valor que yo. Pero lo mejor fue darme cuenta de todo el tiempo, saliva y energía que malgastaba en imponer mis modos, hacer berrinches, generar conflictos y desatarme una galopante neurosis. Algo me dijo que llegaría el día en que, sin haberlos exiliado de la casa paterna, ellos mismos tendrían su espacio propio y en orden, y no me equivoqué. No vale la pena, como cantaba Juan Gabriel, empeñarse en lo nimio aunque descuadre el equilibrio y la sana convivencia familiar.

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