No es miedo, es precaución
¿Se puede reconstruir un país, idealmente una república, a partir del miedo? A estas alturas del siglo XXI, en México decimos miedo y como acto reflejo suponemos asesinatos, extorsiones o toda clase de violencias, de las que acechan y de las que en muchos sitios no sólo acechan: acometen a cualquiera, por lo que sea o nomás por nomás. Tampoco nos referimos al miedo que comenta Peter Sloterdijk en Esferas II: “A través de la preocupación política por el espacio en el umbral del Estado imperial actúa lo que con Oswald Spengler se podía llamar el arcaico miedo cosmológico al espacio: un miedo que Spengler tuvo a bien considerar como una característica de toda vida despierta y libre de movimientos, y como un movens de todas la creaciones culturales superiores: «el miedo al mundo es seguramente el más creador de todos los sentimientos originarios»”.
Pensemos en el miedo como estado de alerta constante para personas que hacen de la codicia y la mala conciencia su agenda moral, y repitamos la pregunta ¿se puede reconstruir un país, idealmente una república, a partir de ese miedo? Ese que advierte a algunos: el cotidiano afán excesivo de riquezas que te mueve está amenazado por otros codiciosos, está puesto ante el abismo por quienes te pueden quitar de en medio si no te sometes. Miedo-aviso ante la potencial publicidad que podría ganar lo que ciertos personajes han hecho y que según ellos conservan oculto, actos ilegales de varias índoles.
Ese tipo de miedo, el que sirve como advertencia para individuos específicos que inciden en la vida de todas, de todos, ¿cómo se manifiesta? Cuando una reforma al Poder Judicial es señalada por quienes saben de leyes y de ciencia política, por intelectuales, como notoriamente improcedente, aquellos que deben aprobarla optan, no obstante, por poner hacer caso a su miedo, el que les produce la posibilidad de perder privilegios y de que otros los tengan en perjuicio de ellos, el que les provoca, amenazados, que vayan a hurgar al rincón del ropero en el que arrumban pecados inconfesables. Cuando quienes tienen el poder de nombrar funcionarios públicos rinden su libertad y su conocimiento al miedo que les anuncia que su codicia y sus crímenes están en peligro, una por no verse bien servida, los otros de ser descubiertos. Cuando quien toma decisiones entiende -se lo dicen tantas, tantos por todas partes- que terminará llevando hambre y desamparo a millones, y mira para el espacio al que su miedo lo empuja, en donde su mala conciencia puede yacer adormecida sin dar molestias y volverse comidilla social, donde puede ser avaro sin rubor, con otros como ella, como él. Prefieren, está más cómodos en el polo opuesto a la dignidad, la que sería antídoto de la codicia y del crimen.
El miedo les indica que lo conveniente es obedecer sin reparos a quien detente el poder, regularmente alguien asimismo codicioso, egoísta y con su vida profesional encarrerada al margen de la decencia y las normas. Obedecen porque saben que si el poderoso en turno, con sus emisarios, se lo propone, tornaría infértiles su codicia y su egoísmo, además de que aquél podría no tener empacho en echar luz a los delitos del miedoso, para escarmentarlo. Así atenidos, los que medran rehenes de su miedo consiguen que su pellejo servil pueda vestir ropas de lujo, morar en casas soñadas y continuar viajando a donde y como sólo los que tienen mucho dinero merecen. Abyectos para que su pellejo no termine en una celda o en el lodazal del escarnio público. Con su miedo sonando la campana sin descanso, ricos, delincuentes e impunes, van dejando al país en ruinas para crear ruinas nuevas, únicamente funcionales para ellos.
Ejército de rastreros que no es comandado en exclusividad por alguien que rastreramente se encaramó al poder; puede ser dirigido también por fanáticos (sí, mujeres y hombres) que no son necesariamente codiciosos, que no han incurrido en maldades graves y que incluso pueden presumir de su medianía socioeconómica; apasionados y tenaces, tan desmedidos que no les importa pasar por ignorantes ni dejar de lado su formación profesional y moral, fanáticos a la hora defender creencias u opiniones, especialmente religiosas o políticas, por lo mismo no tienen cargo de conciencia al servirse de los miedosos descritos para que su fanatismo no encuentre freno.
Un país cuyos dirigentes más conspicuos son miedosos y fanáticos; país en el que parecen de ficción romántica las posturas libres y honorables que ponen por delante el bien común y el conocimiento; país maniatado por la expresión inequívoca: “sí señor, sí señora; lo que usted mande, lo que a usted convenga”; país en el que a esos miedosos y fanáticos no les es exótico responder a criminales con los que cogobiernan “sí señor, sí señora; lo que usted mande, lo que a usted convenga”. País en el que la gente, la inmensa mayoría, se tiene que guardar sus miedos, que sí son compartidos -a ser violentado, a perder su patrimonio, a padecer abusos de la autoridad, a no tener para comer, a que alguien de su entorno desaparezca- y de todos modos entrar, salir, subir, bajar a hacer lo suyo que es hacer a México, que es la riqueza de todos, a despecho de las miedosas, de los miedosos que día a día delinean el peor de los futuros: en el que primará la ética de los infames.