Mozart: siempre, toda su música
“Todo está bien en el mundo cuando tienes a Mozart”, comentó Tom Berryhill después de escuchar el Quinteto para clarinete, K. 581 en YouTube (YT). Tiene razón, pues cuando escuchamos alguna de sus obras, algo pasa que se recompone el alma y, tal como dice, todo debe estar bien allá en eso que se llama mundo.
Algo tienen las sonatas 545, 570, 576 y 533 de Mozart interpretadas por Dame Uchida Mitsuko que encontré en YT editadas en 432 Hz -no sé qué quiere decir, pero son de una fidelidad increíble-, que producen la sensación de bienestar que dan ganas de traducirlo en palabras siguiendo un poco lo que decía Stendhal: “lo bello no es más que la promesa de la felicidad.”
Cuando las vuelvo a oír, me dan ganas de volver a jugar como cuando éramos niños y uno trataba de esconderse, quedarse en silencio y, entre una y otra pausa, correr a tocar la base en el tronco del árbol o en la pared en el momento oportuno, equivalente a esto que dice Guadalupe Morfín en sus Relámpagos de la memoria:
Y nos fue enseñando con disimulo
que también hay paréntesis importantes.
Y en la música,
silencios.
Sí, Mozart usa los silencios con tal precisión que resulta que produce una especie de alegría de vivir, así, no más, sin complicación alguna, el simple gusto de estar vivo, evitando que nos atropelle el tiempo mientras las oímos para soñar mientras dura la sonata, hasta su atardecer, cuando ya no podemos seguir jugando porque no hay luz o cuando termina la sonata y nos recluimos felices de haber jugado en la privada de la calle de Hamburgo de nuestra infancia, tarareando alguna de las melodías.
Hace tiempo, en una entrevista para radio, dije que Mozart era uno de los compositores que más me gustaban y, por eso, les proponía que oyeran toda su música, todo el tiempo, siempre... y qué mejor si la oyen los bebés en el seno materno y, luego, conforme vamos creciendo... siempre.
Con Mozart caminamos por el lado soleado de la banqueta, iluminados por esa luz que nos ofrece en cada una de sus sonatas o en el resto de sus obras, en cualquier género como en Cosí fan tutte y sus dúos, tríos, cuartetos o quintetos que nos dejan con la boca abierta y, a veces, un poco dolidos cuando compartimos con las hermanas el dolor de haber traicionado a la fidelidad, expresado sutilmente que, sin dudarlo, son parte de eso que podíamos llamar la belleza celestial.
Estas sonatas de Mozart con la Dame Uchido Mitzuko tienen otra variable: la elegancia. Es tal, que se uno se deja llevar por la imaginación -más ahora que estamos en confinamiento-, recordando cuando salíamos a caminar por la orilla del río, como ese que rodea la casa de campo a la que hemos ido tantas veces en Tepeji del Río, para salir temprano por la mañana y compararla con la música, el fluir del agua que brincotea entre las piedras y, por momentos, intenta regresar en un pequeño remolino, antes de seguir chisporroteando, iluminando con destellos y las sombras de esas hojas que cuelgan de los árboles, movidas por el viento de esos árboles crecidos en la orilla, alimentados por esa agua maternal que, además, percibe los cambios del follaje en el otoño y le pedimos a nuestra amada que contemple en nosotros “aquellas épocas de año, cuando las hojas amarillas, pocas o ninguna, cuelgan de las ramas que tiemblan por el frío como desnudos coros en ruinas, donde una vez cantaron los pájaros”, como en el soneto de Shakespeare.
Uno camina a buen paso por el tiempo -la tercera orilla del río de Joao Guimarães Rosa-, bastón en mano, respirando hondo, dejando pasar el fluido de la música que asociamos cada vez que escuchamos esas cuatro sonatas en particular, y con eso, volvemos a tener una de las experiencias estéticas más notables de nuestra vida.
(malba99@yahoo.com)