Monstruos mal cosidos
En la Universidad de California hay un centro de investigación médica en donde cultivan organoides cerebrales, es decir, pequeños cerebros artificiales creados a partir de células madre humanas. Y resulta que ahora acaban de detectar ondas de actividad cerebral en esos sesitos de laboratorio, cosa que es más de lo que se puede decir de los cerebros de algunos individuos que conozco. El hallazgo es fascinante y espeluzna un poco. Pensar en el monstruo de Frankenstein es inevitable, pero también es una simpleza, porque los organoides no reproducen por completo un cerebro real (no tienen vasos sanguíneos, por ejemplo) y además son una herramienta extraordinaria para la investigación y cura de enfermedades. Con todo, cada vez que me entero de alguno de estos maravillosos descubrimientos siento cierto desasosiego por la divergencia entre los vertiginosos avances científicos y el inmovilismo de nuestras emociones. Quiero decir que seguimos siendo tan energúmenos como los trogloditas. Y así, somos capaces de crear cerebros de laboratorio con actividad eléctrica real, pero no conseguimos madurar nuestras propias cabezas hasta conseguir algo tan elemental como no odiar con pasión furibunda a todo aquel que opine de modo diferente. Lo digo muy cansada del griterío. Del creciente sectarismo, de la ausencia de raciocinio y de la ceguera. Los verdaderos monstruos de Frankenstein somos nosotros, hechos de pedazos contradictorios: tanta habilidad tecnológica y tanta estupidez emocional.
¿Hay algún remedio para esto? Bueno, se me ocurre que leer puede ayudar. Hace un par de semanas estuve en México en la Bienal Vargas Llosa hablando, entre otras cosas, de la literatura como último reducto de la complejidad. La vida es confusa, mestiza y paradójica. Nadie puede saberlo todo ni puede tener la razón en todo. Las ideas son y deben ser mudables, repensables, redefinibles. Si se convierten en una verdad intocable, ya no son ideas, sino dogmas. Y el dogma es la negación del pensamiento.
Pero el problema es que los seres humanos somos pequeños y frágiles. Corremos de acá para allá despavoridos en busca de cobijo, y hay muchos que, con tal de hacerse un nido protector de certidumbres, abdican de toda reflexión. Hay un sesgo cognitivo, llamado sesgo de confirmación, por el cual los humanos tendemos a creer solo aquellas noticias que confirman nuestras ideas previas. Y yo diría que este viejo error de conocimiento ha empeorado en los últimos tiempos; primero por la pandemia, que ha aumentado nuestra indefensión y por consiguiente la necesidad de buscar cobijo en el búnker del dogma; pero, sobre todo, por las nuevas tecnologías, por esos algoritmos que llevan años escogiendo las noticias que vemos para que se adapten a nuestro gusto. Y así, cada día vamos viviendo más y más encerrados en pequeñas peceras mentales que a cada uno de nosotros, pececillos prisioneros y cegatos, nos parecen el mundo.
Einstein decía que para ser un buen científico había que pensar al menos 10 minutos al día lo contrario de lo que piensan tus amigos. Creo que es un formidable consejo para todos, pero, a falta de eso, recurramos a los libros. Los libros nos abren puertas a lo Otro, a los otros. Nos obligan a percibir las diferencias, las contradicciones y las sombras. Los libros nos enseñan la complejidad, y el conocimiento de esa complejidad hace a los humanos más sabios y más libres. Por eso todos los poderes represores intentan secuestrar e impedir la lectura. A los esclavos de Estados Unidos no se les permitía aprender a leer y escribir; los talibanes le metieron una bala a Malala en la cabeza por querer estudiar, y los tiranos como Daniel Ortega persiguen a escritores como Sergio Ramírez en esta eterna guerra contra los libros.
Pero terminaré con una buena noticia: el éxito de la reciente Feria del Libro de Madrid, la primera tras la pandemia. Día tras día, los lectores aguantaron estoicamente, a pie y bajo el sol, gigantescas colas de horas para entrar en el recinto. Colas para comprar un libro y asomarse así a vastos mundos ajenos. Para combatir el reduccionismo de pecera, la banalización del odio y el sectarismo. Para coser mejor nuestras pobres y disociadas tripas de inmaduros monstruos. Es algo que llena de esperanza.
©ROSA MONTERO./ EDICIONES EL PAÍS, SL 2021