*Monserga
El mundo raro del futbol está plagado de mitos. Uno de ellos es el relacionado con el “amor a la camiseta”…
Varias toneladas de tinta se han consumido y muchos galones de saliva se han gastado para ocuparse del tema… Aunque también ha habido díscolos al respecto. Por ejemplo, algún personaje que fue jugador, entrenador y directivo -y de cuyo nombre no tiene caso acordarse-, que ocasionalmente dirigía esta arenga a sus jugadores:
-Olvídense del amor a la camiseta. Es más: ódienla si quieren… Por mi parte, los autorizo a pisarla y quemarla en cuanto se la quiten, después de cada partido… si en el partido se partieron el alma, como profesionales, para defenderla.
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Apelar al “amor a la camiseta”, aludiendo a la de la Selección Nacional, delante de los jugadores que han notificado a sus dirigentes su decisión de no participar en la Copa Oro próxima a celebrarse en canchas estadounidenses, es perder el tiempo; es apelar a valores o principios que muchos futbolistas no comparten… ni están obligados a compartir.
El “amor a la camiseta” es un concepto romántico. En el romanticismo, por definición, la imaginación y la sensibilidad prevalecen sobre la razón y el examen crítico. Esos principios son válidos para los futbolistas amateurs. Para los profesionales, que han hecho del deporte un oficio, una carrera, un “modus vivendi”, son otros los criterios… muy respetables, por lo demás, habida cuenta de que nadie está obligado a suscribir ninguna de las cosas negativas que se dicen del dinero.
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Los futbolistas mexicanos que juegan en el extranjero -que sería el común denominador de casi todos los que solicitaron su exclusión del “Tri” para la Copa Oro- ven en la posibilidad de participar en dicho certamen menos un honor que una monserga. Algunos tienen motivos personales para marginarse: Vela, la desmotivación; el “Chicharito” Hernández, el deseo de compartir con su esposa la experiencia de la paternidad…; otros, el cansancio; la saturación de las competencias en que acaban de participar…; otros, las lesiones…
Condenarlos, reprobarlos, atiborrarlos de reproches, sin escucharlos previamente, sin ponderar sus argumentos, sin reparar en que quizá nosotros mismos, en circunstancias similares, obraríamos como ellos, es invadir los sacrosantos terrenos de la libertad de conciencia.
Después de todo, ellos y nosotros estamos en nuestro derecho de desoír tanto el parecer de los necios… como los consejos de los sabios.