Ideas

Mis muertos amados

Amo la vida. Es maravilloso emocionarse frente a un amanecer, admirando una puesta de sol o una obra de arte; percibir los aromas de la ciudad y del campo; embelesarse con la música y el ruido de la calle; compartir con la otra o con el otro nuestros sueños e ilusiones; sentir, tocar la piel, estremecerse con las caricias o el abrazo de quienes amamos. Sí, el verdadero milagro es la vida, pero ¿qué sería de la vida sin la muerte? No existiría, no habría dolor, ni sufrimiento, ni recuerdos, ni felicidad, ni aquí, ni ahora. No tendríamos consciencia de nuestra unicidad y de nuestra pertenencia a los demás, ni de nuestro paso por este increíble mundo (que parece estamos empeñados en destruir), con todas sus cosas hermosas y con todas sus bajezas, con la heroicidad y generosidad de algunos, y el egoísmo y la vileza de no pocos.

Desde siempre, el ser humano ha temido a la muerte. La incertidumbre del más allá ha dado origen a incontables religiones y creencias metafísicas. Casi en todas, el tema fundamental está vinculado a la “otra vida”, en la que se espera el premio a la virtud o el castigo por la incorrección de la conducta. En todo caso, el límite de la vida terrenal es la muerte y el camino de la vida eterna se inicia con el fallecimiento y el desalojo del cuerpo que libera el alma, la cual se reencuentra con Dios y con los seres amados.

En el círculo virtuoso que funde el pasado con el presente está la clave de nuestra realidad. Estamos aquí porque otros estuvieron: nuestros ancestros. Somos parte de la cultura universal, porque otros nos la heredaron. Sabemos leer y escribir porque una maestra nos enseñó a descifrar el lenguaje y a delinear los símbolos con los que nos comunicamos gráficamente. Sin la guía de quienes nos llevaron, primero de la mano y más tarde con sus consejos, no seríamos nada, nadie. Menos que un grano de arena en medio del desierto.

Con gratitud y nostalgia, recuerdo a mis muertos amados: a mis padres, a mi entrañable hermanita Coco y al tío Enrique; a mis maestros de la vida, los Dones, Arnulfo Villaseñor, Enrique Álvarez del Castillo, Jesús Bueno, Pepe Martín Barba, Alfonso de Alba, Jorge Álvarez de Castillo, Enrique Varela, el padre Chayo, Manuel del Valle y Heliodoro Hernández Loza. Cuántas horas de plática me dedicaron, cuántos consejos me dieron, cuántas enseñanzas, cuántas llamadas de atención, a veces duras, siempre amorosas. A mis maestros de la Universidad: Enrique Romero González y León Aceves Fernández. A mis inolvidables compañeros y amigos: Alfonsina Navarro Hidalgo, Jesús Núñez, Armando y Héctor Morquecho, Santiago Camarena, Raúl Carrillo, Pepe Torres, Carlos Navarro, Moisés Chávez, Sergio Radillo, José Luis Ayala, Miguel Ángel Ortega y Ramón Álvarez.

Cualquier omisión es involuntaria. Resulta que, con los años, los recuerdos “vagan”; como dice la canción, y solo van quedando retazos de memoria de los que cuelga mi corazón.

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