Ideas

Mi vida con la fila

Serían secuelas de los sueños guajiros e inconexos que me provocó la calentura por el dengue, o una suerte de síndrome de abstinencia de hidrocarburos lo que me llevó a elaborar una mafufa asociación entre el soberbio cuento de Octavio Paz, “Mi vida con la ola”, que releí recientemente, y mis verídicas e imborrables experiencias con las interminables retahílas humanas que marcaron mi infancia, adolescencia y adultez.

Aunque salvando las abismales diferencias con la prosa del insigne Nobel mexicano, bien podría yo hilvanar un texto que, parafraseando el epígrafe del notable relato, podría intitular “Mi vida con la fila”, aludiendo a las copiosas y frecuentes horizontales que poblé y a tantos disgustos con que las sobrellevé por encargo materno o por imposición doméstica, una vez coronada como reina de mi hogar.

Si algo puedo rescatar, desde mis párvulas nociones, con total nitidez y el correspondiente agobio, es la cotidiana cola de las tortillas a la que me enviaban en cuanto daba la una y media, para que aquellas redondeces maiceras estuvieran a punto para la comida. Con una alba servilleta de naranjitas bordadas en punto de cruz y dos pesos que se me quedaban dibujados en la palma de la mano que los apretujaba para que no se me fueran a tirar, me tocaba ocupar algo así como el lugar 34 en una fila de prójimos con los que coincidía bajo el inmundo sol que me tatemaba la mollera y también con las sonrientes amigas de la despachadora que escurrían su trapo por un ladito, para que les surtieran su ración sin haber hecho cola. Y luego estaban los albañiles que tampoco pagaban derecho de piso (o más bien, a estar parados) porque, decía la vendedora, ellos andaban trabajando y les daban poco tiempo para comerse el kilo y medio de gordas que compraba cada uno.

No sé qué pecados habré cometido para acreditar semejante penitencia, ni por qué en mi familia fui la designada para tan sudorosa encomienda, pero de lo que estoy cierta es de que nunca conseguí expiar mis faltas a cabalidad, porque en plena juventud dorada seguí engrosando largas filas en el banco, hasta por más de una hora de acalambrada vertical, con tal de cobrar con cheque los ralos emolumentos quincenales que me pagaban en mi naciente vida laboral.

Años más tarde, cargando a dos nistijuiles que no se estaban sosiegos ni acataban las órdenes, regaños y amenazas de su madre para que guardaran la compostura, me tocó incorporarme semanalmente a la nutrida audiencia a la espera de turno para ser atendida en la salchichonería del supermercado. Con la ficha 72, que llegaba a manos de la despachadora con más arrugas que el genio de su portadora, en no pocas ocasiones tuve que rescatar de mi memoria los productos que planeaba comprar porque era tanto el tiempo que consumía tal operativo, que cuando me pedían ordenar ya se me había olvidado lo que pretendía adquirir. Máxime cuando se presentaba la dueña de la ficha 30, y luego la 47 seguida de la 62, demandando ser atendidas de manera extemporánea porque habían aprovechado el tiempo pepenando el resto de su mandado. Lo peor era que las atendían y sobrando salían los reclamos al respecto.

Ésas y tantas otras efemérides se abrieron campo por estos días, en los que caí a la cuenta de que hacer largas filas ha sido una constante en mi vida y que una o dos más, lejos de irritarme o instarme a proferir maldiciones, no han hecho más que variarme y enriquecerme el currículum.

Pero nunca antes, como hoy, tuve tanta suerte porque por una venturosa chiripa, me tomó 10 minutos caer al sitio preciso, incorporarme a la ordenada fila que fluía con tersura, ser atendida por el siempre gentil Jorge, mi despachador habitual, y retirarme de ahí con el tanque de gasolina rellenado. Con mi silvestre relato estoy aportando una más de esas historias del desabasto que se han venido escribiendo durante las más recientes semanas, como la de mi cuñada que hizo fila para dar vuelta a la derecha y fue a caer faltando cinco carros para llegar y ser atendida, o la de mi hermana que creyendo aguardar su turno para comprar tamales, llegó a su casa sin los cálidos molotes, pero con su tanque bien lleno.

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