México en la trama
Hasta la caída del Muro de Berlín, la trama mundial consistía básicamente en dos grandes telarañas, la liderada por Estados Unidos y la liderada por la Unión Soviética. Los países aliados de una u otra potencia eran de tres tipos: iguales, emergentes o dependientes. México, aliado permanente de Estados Unidos, oscilaba entre los países dependientes y los emergentes.
En la década de los noventa, la Unión Soviética se desintegró, y la antigua Rusia migró de nuevo a un sistema capitalista. Ante la posibilidad de que ahora existiera un solo eje, Estados Unidos, se fortaleció la Unión Europea, a la cual se fueron integrando antiguos satélites soviéticos, sobre todo en la Europa del Este y los Balcanes. No obstante, como herencia de la Segunda Guerra Mundial, la vinculación de Europa con Estados Unidos seguía siendo muy intensa, tanto como para tener que apostarle a una guerra directa en los Balcanes y luego a una indirecta con Rusia, pese a la guerra comercial que Norteamérica ya le hacía a la propia Unión Europea.
México había incrementado su relación con Estados Unidos durante el gobierno de Carlos Salinas, entonces robustecida por la firma del TLC y el ingreso de nuestro país en una economía de mercado neoliberal que hizo crecer notablemente la macroeconomía nacional a la par que la pobreza, el estancamiento salarial y la pérdida de poder adquisitivo de la gente, todo lo cual se resolvería cuando la riqueza concentrada en pocas, muy pocas manos, se derramara finalmente sobre la base social, lo cual jamás ha ocurrido, haciendo más tensas las condiciones de vida y más frágil la posibilidad de subsistencia.
A la gran población cada vez más empobrecida le quedaron tres opciones: migrar a Estados Unidos, incorporarse a las filas de una delincuencia que pagaba bien y sin trámites, tampoco sin garantía alguna. Particularmente durante el gobierno de Fox, la delincuencia se desató, se reorganizó y se diversificó a partir del fenómeno de los Zetas, que hoy día son ya casi una leyenda.
La tercera opción era resignarse a una vida miserable, de trabajo constante, a veces en jornadas dobles, por un salario ridículo que apenas ajustaba para sobrevivir, pero ya no para progresar, habitando en colonias privadas de servicios elementales o con ellos, pero todo el tiempo escasos y deficientes, con el riesgo constante de sublevaciones focalizadas, ubicuas, directas o indirectas, como serían los frecuentes actos de pillaje o rapiña a la más mínima falla de un orden público cada vez más ausente.
Las grandes instituciones financieras recomendaban a los gobiernos neoliberales la importancia de equipar, aumentar y reorganizar a sus fuerzas armadas como el mejor antídoto frente a la inestabilidad social que propiciaba el deterioro económico.
En contraparte, los pocos, pero grandes beneficiarios de la economía neoliberal podían migrar a Estados Unidos o a Europa, mantenidos por los negocios que aquí regenteaban, o por lo menos, educar allá a sus hijos. La tentación de ahondar en su élite fue invencible para las nuevas generaciones, de ostentarla por todas partes y de todas las maneras posibles, en un mundo mediático que parecía haber sido hecho solo para ellos. Para estas nuevas generaciones, la enorme y doliente base social sobre la que ellos brillaban, era invisible, inexistente, muda, en el mejor de los casos, una especie de mal necesario, si no, ¿de dónde saldrían nuestros choferes, jardineros, cocineras, lavanderas, meseros, guaruras, obreros y demás? México necesitaba un cambio de sistema, pero no era fácil.