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Lozoya: ¿fin de la impunidad o escandaloso bluff?

El juicio a Emilio Lozoya será un antes y un después en el tema de la corrupción en México, o al menos eso es lo que se supone. La utilización de la figura de testigo protegido podría constituir el principio del fin de la Omerta, o la ley del silencio entre la mafia política.

Lozoya no es el primer pez gordo que cae, desde luego, y allí están para confirmarlo los casos de Elba Esther Gordillo o de los ex gobernadores de Veracruz y Quintana Roo, Javier Duarte y Roberto Borge, respectivamente. Pero el ex director de Pemex es el primero que podría inculpar a los niveles más altos del entramado político, en este caso líderes de partidos e incluso al mismísimo Enrique Peña Nieto.

Los casos de Duarte y Borge son un buen ejemplo del funcionamiento de la Omerta en los regímenes anteriores. Ambos ex gobernadores estaban conscientes de que la mejor carta para negociar un buen acuerdo era justamente su silencio; basta ver en las fotos la cara arrogante e irónica de estos dos pillos en el momento de ser aprehendidos: sabían lo que sabían. Y no se equivocaban. Ninguno de los dos salpicó a sus pares o colegas; en recompensa han recibido cargos muy por debajo de la gravedad de sus crímenes y sus fortunas han sobrevivido en manos de familiares cuya complicidad les obligaría a estar también en la cárcel.

Más ilustrativo es el caso de Elba Esther Gordillo. La maestra fue tratada con particular saña y no porque no hubiera cometido delitos para merecer su suerte, sino porque las autoridades ni siquiera disimularon la manipulación de pruebas para asegurar su encarcelamiento. 

La aprehensión de la lideresa magisterial no fue resultado de un intento de limpiar de corrupción sino una venganza política al interior de la élite en el poder. Pero ni siquiera en este caso, en el que el Presidente le dio la espalda y se ensañó con ella, Elba Esther Gordillo rompió la ley del silencio. Asumió que le tocaba pagar su error de cálculo o la ingratitud de sus pares, se tragó la lengua el resto del sexenio y se fue a su casa cuando Peña Nieto estaba por salir de Los Pinos.

Probablemente también ella había sido advertida de las represalias que podría significar la violación de los códigos no escritos, pero nunca violados.

Por vez primera esta lógica se ha invertido. En el caso de Lozoya el trato favorable no es a cambio de su silencio sino de sus revelaciones y eso modifica todo. Ha trascendido que la Fiscalía ofreció la posibilidad de otorgarle la categoría de testigo protegido, exculpándolo de cargos severos a él y a sus parientes, siempre y cuando sus confesiones inculpen a superiores en la escala jerárquica. Y, desde luego, estos no pueden ser más que Luis Videgaray, el poderoso supersecretario y, quizás el jefe máximo, Enrique Peña Nieto. Y si de paso el detenido alcanza a salpicar a buena parte de la élite del PRI y del PAN, el arreglo es el premio de la lotería para la 4T.  

El impacto político de lo que podría representar la criminalización del ex presidente del país y ex líderes de partidos políticos de oposición, incluyendo los ex candidatos a la presidencia, es inimaginable. ¿Con qué cara, por ejemplo, los intelectuales y la llamada conciencia crítica podrían sostener que AMLO es un peligro para las instituciones cuando los que las manejaban antes las usaban de parapeto para enriquecerse?

La nómina de nombres que Lozoya trae en la punta de la lengua apenas ha comenzado a trascender, pero ya es devastadora: Ricardo Anaya, Luis Videgaray, Ernesto Cordero, Francisco García Cabeza de Vaca, gobernador de Tamaulipas o Francisco Domínguez, gobernador de Querétaro, entre otros. Prácticamente todos ellos han rechazado las acusaciones, lo cual pondrá toda la presión en las pruebas que dice tener en su poder el aspirante a ser testigo protegido.

Desde luego también existe el riesgo de que Emilio Lozoya y su poderos equipo de abogados, los mejores que el dinero puede comprar, hayan chamaqueado a la Fiscalía. Es decir, que las pruebas que pueda aportar para apuntalar sus acusaciones terminen desmoronándose en los tribunales. En tal caso, lejos de haber sido un golpe mediático favorable, el affair podría voltearse en contra del Gobierno de López Obrador. Imposible saberlo en este momento.

Lo cierto es que si la Fiscalía tiene éxito y el acuerdo con Lozoya le permite exhumar cadáveres de closets más encumbrados, el efecto dominó podría abrir un camino para poner fin a la impunidad de la que hasta ahora ha disfrutado la élite del poder. A Lozoya podría sumarse pronto César Duarte, el ex gobernador de Chihuahua, también en proceso de extradición a México para que responda por sus conspicuos actos de corrupción. A diferencia de Lozoya, que ingresó al sector público por su amistad con Enrique Peña Nieto y su incursión en el Gobierno se limitó a ese sexenio, Duarte escaló desde abajo todas las posiciones de la jerarquía priista. Líder en la CNC, diputado local y federal, presidente del Congreso, funcionario del partido, gobernador y operador político. Duarte conoce todos los secretos de la maquinaria política y electoral de los últimos 20 años y, por lo mismo, su capacidad para ventilar trapitos al Sol es portentosa.

Pero nada de eso sucederá si la Fiscalía no logra concretar acusaciones y demostrar a futuros Lozoyas que pueden librar el golpe a condición de entregar a sus superiores. Lozoya podría ser el principio del fin de la impunidad absoluta, pero también un enorme bluff con el consiguiente ridículo para el Gobierno que ya ha comenzado a festinar la victoria. Lo sabremos muy pronto.
 

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