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Ley de presupuesto: el anillo y el dedo

Quien decide el gasto tiene el poder. Da igual si es en una casa, en una empresa o en el gobierno. Las parejas batallan por las decisiones de compra, en las empresas los administradores ejercen su capacidad coercitiva a través del control de la chequera y en los gobiernos el jaloneo por el gasto es la expresión más burda y a la vez más clara de quién tiene el poder. 

En el sexenio de Vicente Fox vivimos los primeros jaloneos por el presupuesto propios de una democracia. No había mayorías aplastantes para que el presupuesto se aprobara sin cambios, como sucedió durante décadas de presidencialismo. Con el advenimiento de la democracia los diputados se dieron cuenta de que además de voto tenían voz y poder e hicieron un desbarajuste con el presupuesto. El presidente montó en cólera, pues, decía, esa no era atribución de los legisladores, lo llevó a una controversia Constitucional (109/2004) y logró echar para atrás el dictamen donde los diputados se sirvieron con la cuchara grande. El entonces secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, sostenía que daba igual que aprobaran en la Cámara, pues en la práctica Hacienda tenía la última palabra: la chequera.

En situaciones extraordinarias hay que hacer cambios al presupuesto y reorientar el gasto; en eso no hay discusión. La pregunta es si lo que requiere el Ejecutivo es mayor discrecionalidad para el gasto o mayor agilidad para adaptarse a las circunstancias. La iniciativa originalmente enviada por el Ejecutivo apunta a que se le otorgue mayor discrecionalidad y tenga la capacidad para mover dinero previamente asignado a programas que el gobierno considere prioritarios. La propuesta que al parecer llegará la pleno del Congreso la próxima semana apunta a que existan mecanismos más ágiles de reasignación sin que esta sea totalmente discrecional.

Hasta aquí todo parece bien y hasta civilizado. Hay sin embargo dos temas a considerar. El primero es esta sensación de dèjá vu en el proceso legislativo de la Guardia Nacional: se discute en la Cámara, se aprueba una ley aparentemente correcta, pero el presidente termina haciendo exactamente lo que se le antoja sin que haya poder alguno que le ponga cara. La segunda y más delicada son los criterios para decretar la emergencia. Lo que se ha planteado hasta ahora es que basta un decrecimiento de uno por ciento para que la presidencia pueda establecer dicha emergencia. Para evitar abusos, esta declaratoria no solo debería de contemplar otros requisitos (caída en los ingresos fiscales, cambio drástico en los criterios generales de política económica previamente presentados, etcétera), sino sobre todo que sea un poder independiente, Banco de México o el propio Congreso, el que pueda decretar, a solicitud del Ejecutivo, dicha emergencia.

Es imposible no pensar en la frase del presidente de que la pandemia le venía como anillo al dedo a su proyecto de transformación, pues ella encierra la tentación de todo presidente de concentrar el poder. Para que la república funcione el dedo ejecutor y el anillo del poder deben estar juntos, pero responder a diferentes cabezas.

(diego.petersen@informador.com.mx)

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