Ideas

Laura Bozzo y Raúl Araiza para presidentes

No estoy seguro de que los pueblos tengan a los gobernantes que se merecen, como dice el refrán, pero no tengo duda de que la miseria de debates que padecemos es prohijada por todos nosotros. Se ha querido convertir al circo, maroma y teatro que vimos el domingo pasado en el criterio para definir de una vez por todas quién será el mejor (o el menos malo) de los presidentes. Durante siete días en la batalla post debate se ha hecho la micro exegesis de cada inflexión, gesto, pausa o palabra de los candidatos durante su tasajeada comparecencia, como si en estas señales fuésemos a encontrar la clave que los dioses ofrecen a los mexicanos para distinguir al elegido.

Que si Meade dijo lo correcto, pero sonó insípido y falto de emoción, que si Margarita lucía sobre actuada y gesticulaba como azafata dando instrucciones sobre salidas de emergencia, que si López Obrador parecía enojado y carecía de brillo para responder a los ataques, que si Anaya había hecho la tarea y memorizó bien sus diálogos. El problema no es ese, sino que a partir de esos señalamientos quieran convencernos de que esa puesta en escena es el casting definitivo para dilucidar quién desempeñará mejor el papel de presidente de México. En suma, para saber por quién votar.

Me preocupa porque, más allá del circo, los debates son un recurso mediático que refleja de manera muy fragmentada y distorsionada quiénes son los candidatos y su verdadera capacidad para convertirse en malos o buenos mandatarios.

Y digo fragmentada porque no importa cuán ingeniosa sea la frase que Meade pueda soltar sobre corrupción, eso no borra quién es Meade y el régimen que representa; el despliegue de recursos oficiales, legales e ilegales, que observamos en torno a su campaña no habrán de borrarse simplemente porque a sus asesores se les ocurra una buena idea y el candidato la pronuncie de manera impecable (que tampoco fue el caso). O el hecho de que Anaya sea convertido en el paladín del cambio sin importar que sigamos todavía esperando alguna idea novedosa de su parte; basta con que sea joven y actúe como expositor de Ted Talks para que asumamos que será el presidente del cambio moderno, aunque su partido venga de gobernar doce años y sus asesores (Santiago Creel, Jorge Castañeda, Diego Fernández) sean miembros conspicuos del viejo status quo.

Pero la visión que arrojan los debates no solo es fragmentada en el sentido de que sean leídos como evidencia de la capacidad de los expositores para ser estadistas. Peor aún, además de una visión fragmentada, el debate arroja perspectivas distorsionadas o, incluso, falsas.

El criterio con el que organizamos e interpretamos los debates convertirían hoy en día a José López Portillo, orador de voz y dicción impecable, en el mejor de los presidentes posibles. De atenernos al post debate que inunda las tertulias de radio y las columnas políticas, el propio Enrique Peña Nieto metido en el show de hace ocho días, habría resultado ganador a condición de que no improvisara y soltara su argumento con la facha fotogénica y pulcra que le caracteriza (al menos por el peinado). No importa cuál sea la distancia entre Donald Trump y Hillary Clinton en materia de cualidades intelectuales y emocionales para dirigir los destinos de un pueblo, los debates que sostuvieron privilegiaron al expositor de reality show.

No entiendo porqué debamos deducir por quién vamos a votar a partir de una exhibición que privilegia la capacidad para provocar con malicia y atacar con astucia, o responder  de manera ágil, ocurrente y golpeadora a oídos del coro popular. Con esa lógica tendríamos que escoger como gobernantes a las Laura Bozzos y Raúl Araiza o cualquier entretenedor de labia depurada de los programas de radio exitosos de la mañana.

Los debates sacan lo peor de los candidatos, pero también de nosotros mismos. Nadie se acuerda de las propuestas de solución o la visión de Estado que se derivan de este primer intercambio; pero se ha hablado hasta la saciedad de la capacidad para asestar un golpe al contrario o para sacar la laminita oportuna para tapar la boca al rival, sean datos correctos o no.

Y podemos suponer que los dos debates que nos faltan difícilmente habrán de mejorar, porque los cuartos de guerra de campañas habrán confirmado que las tribunas premian artificios y banalidades. Puedo imaginarme a los asesores de los candidatos pensando ataques aún más arteros e ingeniosos, frases redondas y golpeadoras sin que importe la sustancia o la veracidad. Asistimos al primer debate con curiosidad, al segundo acudiremos por morbo; de no cambiar las cosas al tercero iremos por masoquistas.

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