Laicismo I
Hablar de laicismo en México es complejo y por ello lo trataré en dos entregas. De entrada y por necesidad -aunque no sólo por ahí pasa- toca la religión. Y hacerlo nos lleva por antecedentes históricos incluso hasta sangrientos, como la cristiada o la Guerra de Reforma. Como mayoritaria, la Iglesia Católica y el Gobierno fueron los protagonistas de tales desencuentros. Al día de hoy ya no tenemos esos problemas. Está clara la separación entre dichas instituciones y además no hay religión oficial.
Los artículos 24 y 130 constitucionales reconocen la libertad de toda persona para adoptar -si quiere- las convicciones éticas, de conciencia y de religión de su agrado. Incluyendo su libertad para su manifestación individual o colectiva, pública o privada, en las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un ilícito.
Ninguna religión puede ser prohibida o impuesta y sólo el Ejecutivo puede autorizar su operación. Es tajante la separación del Estado e iglesias (reguladas por el mismo Gobierno como asociaciones religiosas).
Las limitaciones: los actos públicos de expresión de esta libertad no pueden ser con fines políticos, de proselitismo o de propaganda política. Los actos religiosos de culto público se celebrarán ordinariamente en los templos. Los que extraordinariamente se celebren fuera de ellos se regulan en la ley. Los ministros de culto tienen restricciones legales y en la política.
Además, la laicidad exige una postura de neutralidad de la autoridad con respecto a todo culto, ya sea autoridad ejecutiva, legislativa o judicial, con independencia de sus creencias. Hasta hoy, no vivimos en un Estado confesional, donde sólo habría una religión oficial. El nuestro es un Estado no confesional y, por ello, ni religioso ni ateo. Y el jefe del Estado, o sea el Presidente, debe ser el primero en mostrar esa neutralidad. Recordemos, por ejemplo, a Vicente Fox en un acto público, en su toma de posesión tomando entre sus manos un cristo y, demás, violando con ello en principio de laicidad. En su momento fue y, con razón, muy fuertemente criticado.
Ahora, de repente, el Presidente López Obrador no tan sólo en sus sermones matutinos, sino a cada rato violenta el principio de laicidad. Y el silencio es abrumador. Se sabe se trata de una persona religiosa, un cristiano bíblico. Y por ello es de preocupar bastante tanto argumento bíblico y moral.
Todos los días desprecia a alguien por no cumplir con sus estándares de valor. Pareciera, a su entender, lo religioso permea lo político o lo político a lo religioso. O peor, son lo mismo, afirmación a la cual nunca ha llegado ni el catolicismo ortodoxo mexicano. Y eso debe de preocuparnos. ¿Por qué cuando los presidentes son católicos se les exige un altísimo grado de cumplimiento con dicho principio, y ahora no hay fijón?
Los analistas, de normal críticos en estos temas, están ausentes. A la mejor ahora ven bien al Presidente calificando las acciones ajenas como bíblicas o antibíblicas, pecaminosas o angelicales, en lugar de basarse en nuestra constitución y la ley.
En realidad no importa la religión del Presidente, la bronca es su falta de neutralidad y su uso político de la Biblia, no un libro cualquiera.
Viene en camino la “constitución moral” y casi nadie repara: ¿nos llevará, además de a un régimen autárquico o autoritario, a un Estado confesional? Para mí sería una tragedia. Para casi todos, parece, no amerita ser ni tema de conversación en cantina de mala muerte.