La violencia contra el periodismo
Uno de los récords negativos que se han establecido en esta administración, frente a gobiernos anteriores, es el relativo al número de ataques y de asesinatos a personas defensoras de derechos humanos y a periodistas. Los números varían, dependiendo de la metodología que se utiliza para determinar el tipo de ataques, o si están vinculados directamente o no con las actividades profesionales de las personas; pero independientemente de lo anterior, lo cierto es que estamos en el periodo de mayor violencia en contra de la libertad de expresión en nuestra historia reciente.
De manera lamentable, esta realidad coincide con la agresiva retórica que todos los días se ejerce desde la Presidencia de la República en contra de la prensa libre mexicana; y aunque no puede establecerse un vínculo lineal entre esa circunstancia y la violencia armada y homicida contra periodistas y personas defensoras de derechos humanos, en nada abona a construir condiciones de protección y defensa de la vida e integridad de quienes realizan estas actividades, y en general, de la libertad de expresión y de prensa, como fundamentos de la democracia.
La reciente desaparición forzada y asesinato de Luis Martín Sánchez, corresponsal del Periódico La Jornada en el Estado de Nayarit, se suma a la larga e indignante lista de periodistas que han sido asesinados, la gran mayoría de las ocasiones por integrantes del crimen organizado. En muchos casos, se logra detener a los asesinos materiales; pero una de las aristas más oscuras de este momento en nuestro país, es que no tenemos idea de la causa de los atentados, y menos aún, de quiénes son los autores intelectuales de los crímenes.
Los agravios se acumulan y se incrementan. Uno de los ejemplos más notables es el del atentado en contra de Ciro Gómez Leyva, el cual no sólo sigue impune después de más de 200 días de haberse perpetrado, sino ante el cual, el propio Presidente de la República llegó a manejar la hipótesis del “auto atentado”, enturbiando aún más el de por sí oscuro intento de homicidio.
El veto público que impone el crimen organizado controlando cada vez más franjas territoriales, sigue avanzando en otras esferas, y una de ellas se encuentra precisamente en el ámbito de la libertad de expresión. Es evidente que se trata de sembrar miedo; de silenciar a las voces críticas y a la mayor cantidad de espacios que pueden denunciar sus fechorías, y que pueden ejercer crítica en contra de los gobiernos que les son aliados, protectores, y en ya varios espacios, que definitivamente actúan como sus empleados.
Por eso son doblemente oprobiosos los casos en que, como en la reciente conversación que se hizo pública entre la alcaldesa de Chilpancingo y uno de los jefes criminales de la región; porque el mensaje que se envía es que la autoridad no tiene capacidad ni voluntad de enfrentar y poner un alto a quienes están asesinando, secuestrando, torturando y desapareciendo personas en todo el país, convirtiéndolo en uno de los camposantos más grandes del mundo.
La libertad encuentra su fundamento en el diálogo público. Lo sabemos desde Kant: porque el uso público de la razón es lo único que permite, por un lado, verificar que nuestro pensamiento es correcto o consistente; y, por el otro, defender ideales, principios, visiones de mundo y país, en aras de construir consensos en medio de la pluralidad y la diversidad, y conviviendo en el respeto de la diferencia.
Es cierto que las ideas son “a prueba de balas”; y por eso resulta siempre cierto que “no se mata la verdad” matando a quienes la muestran y la defienden. Pero las personas no lo son; y permitir que los criminales sepan que gozarán de impunidad constituye una falta grave del Estado, porque al defender a la prensa, sobre todo la que le es más crítica, se defiende a sí mismo y garantiza una de las condiciones elementales del Estado Social de Derecho.