La vergüenza de motivos revelados
“Por último, el dolor desgarrante: revivir cuanto has hecho y has sido; la vergüenza de motivos revelados muy tarde y la conciencia de cosas mal hechas y hechas para daño de los demás que antes consideraste ejercicio de la libertad”, dice T.S. Eliot en Little Gidding, uno de sus Cuatro Cuartetos en la versión de José Emilio Pacheco (ERA, 2017).
Resulta que algunos poemas los voy entendiendo por partes, como ahora este verso que me viene a la cabeza mientras camino por el bosque de Tlalpan, reverdecido desde la pandemia cuando dejaron que lo verde creciera a su antojo para que, paradójicamente, haya renacido.
Caminando sin prisa recordé este fragmento (no la totalidad del poema) cuando habla de la vergüenza que podemos sentir cuando de repente se revelan algunos motivos, así como la culpa que los acompaña. Apreté el paso para evadir estas cuestiones que surgen cuando menos lo pensamos. Todo esto se debe después de haber leído Little Gidding, un poema que se titula como la aldea cerca de Cambridge en Huntingdonshire en donde se estableció una comunidad anglicana y se refugió Carlos I hasta que llegaran los puritanos en 1646 y la destruyeron como lo hicieron con todos los teatros del reino.
“Y lo que llamamos el principio es a menudo el fin y llegar al final es llegar al principio”, como la serpiente que se muerde la cola y, aunque los viejos olvidamos, hay ciertas cosas en la vida que no se olvidan, como sabía Enrique V cuando ofreció una espléndida arenga el 24 de octubre de 1415, antes de enfrentar a un ejército de cuarenta mil caballeros franceses frescos y relajados, cinco veces mayor que el propio, cerca del castillo de Agincourt.
Por todo esto, me viene a la memoria la ceguera con la que pude enfrentar algunas situaciones sin haber podido ver la realidad ni haber imaginado los efectos secundarios, creyendo que éramos quién sabe qué clase de seres ejerciendo lo que considerábamos era nuestra libertad, sin darnos cuenta del daño que pudimos haber causado de tal manera que, tiempo después, nos avergonzamos de los motivos cuando se vuelven a revelar.
Nos desahogamos reconstruyendo los hechos para volver a armar el caso y reconocer por qué actuamos de esa manera y cuál fue en verdad el daño que hicimos.
El fuego que purifica es el verbo en las oraciones, ese que le da vida al predicado y que, una vez escrito, nos puede servir para aligerar la carga, sobre todo, si somos afortunados y tenemos una segunda oportunidad, si es que hemos tenido la capacidad de escuchar a esa voz que nos llega del fondo del alma, que se trepa por la estructura moral que nos sostiene y nos dice si aquello no o sí, aunque sabemos que una vez encarrilado el ratón, no le hacemos el menor caso.
“Esta es la utilidad de la memoria para la liberación: no reduce el amor sino lo expande más allá del deseo y, por tanto, nos libra del futuro y del pasado, cuando la historia es servidumbre, pero también es libertad” o, como decía Nina Simone, “sólo se puede vivir en libertad si no tenemos miedo”.
Aprieto el paso entre la fronda del bosque y respiro hondo para darme cuenta cómo se desvanecen los rostros, los lugares y los seres transfigurados en el tiempo, tratando de revivir aquello que hicimos, tal como le pasó a T.S. Eliot que, conociendo la enfermedad mental de su mujer, tuvo que mandarla a un sanatorio. Poco después, cuando vigilaba el blitz en 1940 desde la azotea del edificio donde trabajaba en Londres y el día estaba a punto de romper “en una desfigurada calle me dejó, con una seña de despedida que se desvaneció al sonar la sirena”, al tiempo que veía la polvareda de los edificios que se habían desplomado.
A pesar de haber vivido todo esto, aseguraba que “todo irá bien, toda clase de cosas saldrán bien”, como creemos que sucede, si logramos depurar la vergüenza de los motivos revelados.
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