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La sensación de ser necesario

En las calles de la ciudad transitan camiones, motos y bicicletas repletas de pedidos, ululan las ambulancias, y resuenan las campanas carretón de la basura. Miles de personas salen de sus casas temprano combinando miedo, frustración y esperanza.

Son una parte de los llamados trabajadores esenciales que limpian las calles, vigilan, venden alimentos, cuidan de los demás, alivian el dolor. Entre ellos, destacan camilleros, enfermeras, afanadores y médicos que se debaten combatiendo a un virus. Su contribución ha sido, es y será fundamental.

Sin embargo, muchos de ellos suman a esa mezcla de frustración y esperanza, la percepción de ser menospreciados por la falta de reconocimiento social. Y no solamente porque se trata de trabajos con bajas remuneraciones, sino por el poco aprecio de la comunidad hacia estas labores que están lejos de la percepción del “éxito”. Quizá con excepción de los médicos, son parte una especie de maquinaria invisible e impersonal.

Pero ellos no son los únicos que han acumulado durante mucho tiempo esos sentimientos al no ser reconocidos y estar lejos de los niveles de una igualdad que parece más un anuncio vacío que un principio esencial de la sociedad regida por ley derecho. Los agravios guardados ante la percepción de lejanía y las crisis en la economía de las familias ha propiciado la polarización.

Como lo acertadamente sostiene Michael Sandel al referirse a lo que sucede en el país vecino: “Los resentimientos populistas que sacuden la política estadounidense tienen su origen en los agravios laborales. Pero esos agravios van más allá de la pérdida de empleos y el estancamiento salarial. El ‘trabajo’ no sólo es una cuestión económica, sino también cultural. Las personas que la globalización ha dejado atrás no sólo se han esforzado mientras otros prosperaban; también sienten que el trabajo que llevan a cabo ya no es una fuente de reconocimiento social”. Los méritos de unos son vistos como privilegios por otros.

Esa tiranía del mérito a la que se refiere el profesor de Harvard, ha supuesto una especie de menosprecio silencioso hacia muchas personas que no han logrado tener un grado universitario o que no consiguen ingresos dignos, por parte de unas elites ostentosas, cuya forma de vida aparece cada vez más en las pantallas como un modelo frívolo. Provocando la exigencia de ser visible y respetado.

La pandemia ha puesto de manifiesto la necesidad de revalorar el papel del trabajo honesto en esas labores que son tan importantes como las de los profesionales, que aportan un valor enorme que debe ser reconocido. Y no todo el reconocimiento tiene que ver con sus ingresos, sino con el aprecio que las comunidades les brinden.

En medio de ese menosprecio silencioso resulta especialmente lacerante la admiración hacia las conductas delictivas que se extiende en muchas comunidades al mismo tiempo que la violencia se apodera de los espacios, alimentando el resentimiento.

La sensación de ser necesario para los demás es un motor del orgullo personal y del sentido de pertenencia a una comunidad. Ahora mismo en todo el país junto a las tragedias surgen historias llenas de fraternidad, solidaridad que deben ser puestas de manifiesto como ejemplos valiosos y nutrir la agenda de la información y el diálogo social.

En medio de tantos muertos hay muchos héroes y alrededor de nosotros además de enfermos hay buenas personas. Es hora de voltear a ver sus rostros y reconocerles por lo que hacen porque un antídoto para evitar la polarización y el resentimiento producto de esa sensación de menosprecio, es reconocer la importancia del trabajo de cada persona en medio de la crisis sanitaria. La pandemia nos da la oportunidad de reconocer que nos necesitamos todos.

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